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sábado, 19 de julio de 2014

La balsa Cuento inédito de Rody Moirón inspirado en la canción de Los Gatos

La balsa




Cuento inédito de Rody Moirón inspirado en la canción de Los Gatos

Para el rechazo indolente, el despecho justificado, el abandono previsible o el desamor repentino Simón se había preparado.

Sabía que la vida le entregaba, a veces, esos escollos al alma. A la discontinuidad de la felicidad. Y que cuando se interrumpía esa discontinuidad la infelicidad se volvía continua.

Pero no estaba preparado para lo que le había dicho Marina: “¡Nunca te quise!”
Y eso le hizo sentir, por primera y eterna vez en su vida, la desazón de no ser. De haber creído erróneamente que era y que no solo no sería más, sino que nunca había sido.

“Tonta muchacha, por qué me engañaste. Por qué me hiciste creer que significaba algo para vos. Y yo más tonto todavía” pensó.

Fue después de aquel adiós hiriente, el cual ya lo había sido aún en sus vísperas, que comenzó a evitar quedarse a solas y en su casa. Que decidió compartir su soledad. Y empezó a deambular en las mañanas, las tardes y bajo las lunas, por las calles. Pero  por las más pobladas de miserias y virtudes, de bellezas y fealdades, de perfumes y de hedores: las del centro, la peatonal.

Y allí, paseando su amargura y abandono entre la gente, se fue transformando en un personaje.
“¡Ahí está el loco Simón!” solían decir los niños cuando lo veían. Algunos, a veces, se ensañaban contra su supuesta indolencia y sabiendo qué era lo que lo hacía enojar, lo incitaban a la ira. Y el loco los insultaba y ellos huían riendo.

Otros, de tanto en tanto, se apiadaban de él y le regalaban un saco usado nuevo, para que reemplazase el usado viejo que vestía. O un pantalón, o zapatos, o…

Y sus días se fueron transformando en un circuito repetido y monocorde: José el del bar le regalaba el desayuno, Doña Francina un sándwich o un plato de sopa al mediodía, Flor la factura de la tarde, y algunos le daban las monedas con las que compraba el vino agrio de la noche. Salvo los domingos.
Sufría mucho los domingos…

Y las noches. En las noches, invariablemente, volvía la soledad...


Con el tiempo, algunos descubrieron que regalándole un disfraz el loco representaba el papel al que las prendas remitían. Y se divertían con ello. Así Simón un día era un policía que amenazaba a todos con un revolver de juguete. Otro un médico de guardapolvo sucio y otros un árbitro de fútbol, o un bombero, o un obrero…

Y así aplacó su soledad y creyó olvidar aquel desamor que lo había desarmado ante la vida: siendo el loco Simón al que algunos hacían enojar, del que otros se burlaban o temían. Al que muchos ayudaban.
Pero un día un extraño despertar le mostró algo que no había querido ni ver, ni sentir: que nunca estaba con nadie...
 Que los cientos de ojos que a diario cruzaba nunca lo miraban. Que las decenas de voces que atravesaba jamás le hablaban. Y comenzó a sentirse solo. Solo y abandonado.
Y decidió irse sin saber a dónde. Sin poder imaginar qué sitio le podría brindar abrigo y compañía. Pero quiso irse
Hasta que encontró el lugar: el río. Las turbias aguas huidizas del Paraná. Y hasta él fue. A escapar en ellas.
Lo primero que sintió fue el barro bajo sus pies. Después el frío sobre su piel.

Y por último…

Por último el agua entrando en sus pulmones...

viernes, 4 de julio de 2014

Presente (El momento en que estás) Cuento inédito de Rody Moirón, basado en la canción de Vox Dei


Presente (El momento en que estás)

Cuento inédito de Rody Moirón, basado en la canción de Vox Dei

“La vida, compartida con Natalia, era maravillosa.
Nunca antes había imaginado tener una novia como ella.
Y no es solamente porque fuera hermosa, sino porque sentía
que éramos dos almas unidas, fundidas la una a la otra.
Un amigo me había dicho que amar es abrir una sucursal
de uno mismo.
Y así me sentía: amplio.

Todos los días ella me esperaba, cuando salía del trabajo,
y me recibía con un beso en una sonrisa,
tan fresca y tibia, que lograba estremecerme.
Después íbamos a pasear o a algún lugar íntimo.

Y no sé qué me generaba más placer, si sus caricias y su pasión,
o sus conversaciones y sus silencios.
Solíamos jugar a que nos peleábamos y nos amenazábamos
y todo terminaba con los dos en abrazados,
dándonos un largo beso y encendiendo el frenesí.

Pero lo que más felicidad me provocaba eran los proyectos que teníamos.
Soñábamos con casarnos, comprar una casa, tener hijos, nietos…
Amarnos para siempre.
Y eso me hacía sentir que la vida tenía sentido, que la felicidad
podría ser eterna y creciente.
Aunque quizá esos proyectos me cegaban un poco,
porque es ahora que siento que aquella fue una época de un gran bienestar.
Porque mientras me sucedía no sentía una dicha completa.
En su momento, si bien disfrutaba lo que vivía, ansiaba tanto
que llegara pronto el futuro compartido,
que me desenfocaba un poco de aquel presente.

Todo era casi un edén, hasta que se me interpuso uno de los peros
con los que se hace difícilmente transitable la vida.
Un día comencé a notar cambios en sus rutinas y en sus miradas.
No sé qué era lo que me resultaba extraño, pero sentía en mi
interior que algo comenzaba a no encajar.
Y aunque muchas veces le pregunté si le pasaba algo,
no pude obtener respuesta afirmativa alguna.

Una de las cosas que más me extrañaba fue una nueva costumbre
que había adquirido, la de reunirse con antiguas amigas
a las que un tiempo atrás nunca frecuentaba.
Eso hizo que los martes y los viernes no nos encontráramos.
Y un día, un sábado, la noté particularmente rara:
estaba ojerosa en su aspecto y distante en su temperamento.

Entonces empecé a sospechar lo peor: que me engañaba con otro. 

Y no me animé a preguntarle, no tenía la certeza de eso y aunque temía
que fuera verdad, también me asustaba que no lo fuera y que al evidenciarle
mi sospecha, se enojara y me dejara. Y decidí encontrar esa certeza.

Por eso el martes siguiente, cuando salía de su trabajo, la seguí.
Caminó dos cuadras y en una esquina, mi maravilloso mundo se desvaneció
cuando la vi subirse al auto de un tipo. Me permití un dejo de esperanza,
un filamento lábil de que no era real lo que pensaba, convenciéndome que
podría ser un pariente o alguien sentimentalmente inocuo. Pero ese fugaz
soplo de ilusión se desvaneció cuando los vi entrando en un albergue transitorio.

Sentí morirme.

Sentí que todo había perdido sentido.
Que quien yo creí que había sido de una forma, no lo era.
Que había vivido ciego de amor y de ilusiones. Que ahora la desconocía.
Que la persona a quien amaba había dejado de existir, aunque lo hiciera.
Y que de golpe un fluir de agua helada me desde la cabeza hacia los pies.
Y eso me cegó, en el sentido literal de la palabra. Porque seguí conduciendo
y no pude ver al joven que avanzaba, delante de mí, con su motocicleta.

Y lo atropellé.

Lo había perdido todo en un fatídico e instantáneo momento:
el casamiento, la casa, los hijos, los nietos, el amor… La libertad.

“Homicidio simple”, me dieron solamente ocho años porque no había
ingerido ni alcohol ni drogas. Y a los seis la condicional por buena conducta.

No la pasé bien en la cárcel. Pero me endureció y me enseñó mucho.
Aprendí que la vida te puede quitar todo en un solo golpe, con una muerte,
un engaño, un accidente o una enfermedad.

Y que no sirve de nada vivir en el futuro. 

Que si te engañás con que lo mejor está adelante, a un paso,
el siguiente que das no alcanza y te quedás a mitad de camino.
Y ese paso adelante sigue faltando.
Como si siempre avanzaras de a mitades por vez.
Aprendí mucho en la cárcel. Y me olvidé de ambas: la que era y la que no.

¡Uh! ¡Mirá que hora es! Me tengo que ir. Me espera mi novia.”

— ¿Cuánto hace que saliste?
—Una semana.
— ¡Una semana y ya andás de novio!
—Es mi abogada. La relación empezó mientras estaba adentro.
— ¿Y le contaste toda la historia?
— ¡No! ¡Estás loco! Algo se de mujeres. Le conté solamente
desde el momento del accidente.
— ¿Y estás bien con ella?
— ¡Bárbaro! Disfrutamos de cada momento.
— ¿Te pregunta sobre el futuro? Mi novia me tiene loco con eso.
—Sí.
— ¿Y qué le respondes?

Nada... Me callo y la beso.




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 Presente según Vox Dei

Todo concluye al fin,
nada puede escapar,
todo tiene un final,todo termina,
tengo que comprender no es eterna la vida,
el llanto de la risa alli termina.

Creías en el amor,no tenia medida
o dejas de querer, tal vez a otra mujer

Y olvide aquello que una vez pensaba
que nunca acabaría, nunca acabaría
pero sin embargo termino.
Todo me demmuestra
que al final de cuenta
termino cada dia, empiezo cada dia
pensando en mañana, fracaso hoy.

No puedo yo entender, si es asi la verdad
de que sirve ganar, si despues perdere
Inutil es pelear no puedo detenerlo
lo que hoy empezé, no será eterno.

Creías en el amor,no tenia medida
o dejas de querer, tal vez a otra mujer

Y olvide aquello que una vez pensaba
que nunca acabaría, nunca acabaría
pero sin embargo termino.
Todo me demmuestra
que al final de cuenta
termino cada dia, empiezo cada dia
pensando en mañana, fracaso hoy.

Si cuanta verdad...que hay en vivir
solamente solamente importa
el momento en que estás.
Si, el presenteel presente y nada mas
Todo me demmuestra
que al final de cuenta
termino cada dia, empiezo cada dia
pensando en mañana, fracaso hoy.

Todo me demuestra
que al final de cuenta
termino cada dia, empiezo cada dia
pensando en mañana, fracaso hoy.

domingo, 29 de junio de 2014

Muchacha Un cuento inédito de Rody Moirón



Muchacha
Un cuento inédito de Rody Moirón

 


Todavía se olían los humos de Woodstock, aún a tantos miles de kilómetros de distancia.

Todavía se oía el distorsionado sostenido de la Stratocaster de Hendrix, ya rota al fin,
de hacía unos pocos meses atrás.

 Aunque era Buenos Aires y el mundo estaba en ebullición: cuatro flequilludos de Liverpool
 lo habían sacudido todo y lo seguirían haciendo, como un evangelio musical y paradigmático,
por décadas.

Marcelo y Paula estaban cometiendo el pecado de pasearse, con sus pelos largos y desgreñados,
sus rusticas túnicas, sus cruces invertidas y sus pancartas, junto a varios más frente a la
Comisaría de Balvanera.

Y el comisario, desde la ventana de su oficina, veía la imagen con un odio sanguíneo, con los puños tensos y abigarrados, con la impaciencia que le generaba el repudio a la rebeldía. Y algo de miedo. Miedo por el peligroso tenor de los mensajes que intentaban propalar aquellos jóvenes: paz, libertad, amor…

—Esos sucios de mierda están provocándonos ¡De la orden, jefe! Y le metemos palos— dijo el sargento Vendrell.
—Tranquilo, hay gente de los diarios que hablaría y eso es lo que quieren: tener prensa.
—Pero son una lacra. Viven de los demás y pretenden derechos…
—Tranquilo Vendrell.

Pero el pensamiento del comisario no era muy diferente al de su subordinado. Solamente que la experiencia le había cultivado la astucia de saber qué hacer, cómo y cuándo. Y sabía que ese no era el momento.

Afuera, la pareja y sus amigos, bailaban cantando en inglés, que todo lo que se necesita es amor. Y él la miraba y sentía que con ella tenía todo lo que necesitaba. Y ella le respondía con una mirada dulce de una pureza tan blanca como frágil. 

Marcelo estaba maravillado de amor. Miraba los piecitos danzantes de Paula y deseaba tenerla de nuevo, como lo había hecho la noche anterior.
 Porque en el cuartito de Constitución en el que vivía, antes de la última madrugada, la había acariciado, la había besado y la había amado con amor.

—Me tengo que ir— había dicho ella a eso de las seis.
— ¿A dónde?
—A la facu. La semana que viene tenemos parcial de semio y nos van a dar los temas.
Él la agarró del brazo, la envolvió con los suyos y le pidió que se quedara un rato más. Y después le susurró algo al oído.
—Salí, tonto ¡Como vamos a hacer eso! Me tengo que ir. Vos sabés que soy muy responsable y que cuanto antes me reciba más pronto podremos vivir juntos. Y…
Él le selló los labios con un beso y le dijo:
—Quedate un rato más. Mirá, ni el sol salió.
Y no la convenció, no hacía falta. Ella se quedó porque quiso. Pero no mucho, porque en un momento su responsabilidad y sus sueños pudieron más que sus hormonas.
—Me voy— le dijo, desprendiéndose.
— ¡Pará! No corras.
— ¡Chau mi amor!

Y le tiró un beso desde la puerta y se marchó dejando un sutil perfume de almendras, en el aire tibio de su ausencia.

Él se quedó sentado en la cama sintiendo como nacía el nuevo amanecer. De pronto tomó un papel, un lápiz y comenzó a escribir.

A las pancartas las armaron dos horas antes de ir a la comisaría. En un galpón de la calle Combate de los Pozos. Riendo y cantando, pero también decididos. Tres amigos de ellos habían sido arrestados, dos noches atrás, por haber elegido al coiffeur equivocado. Y allí fueron, a la comisaría donde, seguramente, ya les habían cortado el pelo y los tenían presos.

— ¡Y! — le dijo Vendrell al comisario.
—Esper…

Iba a terminar su frase pero algo lo interrumpió. Desde su ventana vio como a dos oficiales, que estaban entrando al destacamento, Paula y Marcelo les ofrecían flores. Y fue mucho para él.

— ¡Denles! — fue la corta y abarcadora orden que dio.

Y la lucha fue desigual: palos contra nada, fuerza contra ideales, veinte contra diez. Y ganaron los veinte, la fuerza y los palos.

Marcelo vio como tomaban a Paula de los pelos y reaccionó. No para agredir, sino para sacar a su amor de esa situación.

No sintió mucho el golpe en la cabeza, pero fue lo último que sintió. Paula lo vio caer y, dejándole una mecha a su agresor, logró llegar hasta su cuerpo y comenzar a llorar lo absurdo.
 
Por la vereda de enfrente Luís volvía de la escuela, con su portafolios de cuero, la martingala colgando y un siete en su guardapolvo; y lo vio todo. Y no comprendió. Sintió impotencia y rabia. Y se quedó inmóvil.

Los que resistieron los golpes lograron correr lejos. A Paula la entraron de los pelos a la comisaría. Tardaría en salir de nuevo. Y al cuerpo de Marcelo lo arrastraron. Y mientras lo hacían, un papel huyó de su bolsillo y levantó vuelo. 

El viento le hizo hacer cabriolas en el aire y lo pegó a la botamanga del niño.

Él lo vio y no lo desdeñó. Lo tomó y lo puso en su bolsillo.
Más tarde, en su casa, la angustia no le permitía ni tomar la leche y decirle a su madre qué le pasaba.
De pronto tomo el escrito que había recogido después de la violencia y en el leyó un verso que hablaba de unos ojos de papel.
Y lagrimeó...

sábado, 19 de abril de 2014

Los herederos de Akunarsche Capítulos 7° al 10°





 Los herederos de Akunarsche
 
 
El guardián de los hechizos


Capítulo VII

Era ya la mañana y Alonso no se había despertado aún. Guillermo golpeaba a su puerta pero el muchacho no aparecía. El talavero decidió, por fin, entrar al cuarto para ver que le sucedía. El mudo dormía profundamente, lo tomó del brazo y lo zamarreó al tiempo que decía:
- ¡Alonso, Alonso! ¡Despierta holgazán! Debemos irnos o fray Gerardo nos escatimará la paga.-
El muchacho logró abrir, con dificultad, sus ojos. No había podido dormir en toda la noche y, cuando por fin pudo hacerlo, ya estaba amaneciendo. Hizo una seña con su mano para indicarle a su amigo que lo aguardara un instante. Se puso de pie y, algo tambaleante, se acercó a la palangana y se echó agua en la cara. Eso lo despabiló un poco. Ambos salieron al comedor y se alimentaron. Alonso estaba tan aturdido que no le prestaba mucha atención a Juana, pero en el momento en que ella estaba retirando los jarros vacíos, levantó su cabeza y dirigió una mirada escudriñadora al muchacho, este enfocó brevemente sus ojos hacia ella y bajó la vista.
¡Me ha prestado atención! Se dijo ¡Me ha mirado!
Esta nueva situación le dio un influjo de renovada energía, que ayudó al joven a ponerse de pie y, junto con su amigo, emprender el viaje hacia el scriptorium del cenobio.
Durante la andadura a través de la sinuosidad de las empedradas calles, al ver que Alonso no estaba muy receptivo hacia sus comentarios, Guillermo casi no habló.
Llegaron a la catedral y comenzaron su labor. El argandeño no avanzó mucho en la traducción. Como tenía mas habilidad para ello que su amigo, siempre debía esperarlo para que este concluyera el texto en romance, que él pasaría al latín. Pero eso, en esa mañana no sucedía, lo que a Guillermo alegró, no debería esmerarse mucho con la velocidad.
Durante el mediodía comieron algo en el comedor, con fray Gerardo que los interrogaba acerca de los avances en el trabajo. Solo Guillermo le contestaba.
Cuando volvieron al scriptorium el talavero le dijo:
- Te encuentras muy cansado, amigo ¿Por qué no duermes una siesta? No voy avanzar tanto como para que se te acumule demasiado trabajo.-
Alonso asintió con la cabeza. Sentado en su silla, cruzó sus manos sobre la mesa y en ellas apoyó la frente. En muy poco tiempo se quedó tan profundamente dormido como debió haberlo hecho la noche anterior. Guillermo, para no molestarlo, permutando “zakat” por “limosna” e “ism al azam” por “nombre inmenso”, trabajaba lentamente.
En la profundidad de su inconsciente el joven comenzó a soñar. Como ocurre en el azar del territorio onírico todo es perfecto o terrible; al muchacho le tocó lo primero.
Se vio caminando por el comedor del mesón, que no era como en realidad él lo conocía, e introduciéndose en la habitación de Juana. En ella la joven dormía tendida boca arriba, dibujando cerros y valles con la perfección de su figura. Alonso se dirigía hacia ella, le susurraba al oído “Ediómare metam” y la muchacha parecía estremecerse ante el hechizo, pero aun continuaba dormida. El joven posaba sus labios suavemente sobre los de ella y sentía una mezcla de cosquilleo y sabor dulce en ellos. Luego Juana, abriendo sus luminosos ojos negros, lo miraba y le decía “Te amo”.
Guillermo observaba la cara del dormido Alonso que, de tanto en tanto, mostraba una sonrisa. ¿Qué estará soñando este buen muchacho? Se preguntó.
Dos horas y algún resto más estuvo el joven en ese profundo sopor hasta que, en un momento, abrió los ojos y estiró sus miembros lanzando un callado bostezo. Estaba en ese efímero limbo en el que los sueños confraternizan con la realidad. No se sentía mal.
- ¡Bien amigo! Si hay que dormir es mejor dormir en serio.- Dijo Guillermo sonriendo.
Alonso sonrió todo lo que pudo, deseaba seguir soñando.
Cuando los sueños son dignos, es imposible no desear querer vivir despierto en ellos, pensó.
- Mira mi trabajo, dijo el talavero, no he avanzado mucho en ellos, me cuesta este jodido árabe. Me podrás alcanzar si te esmeras.-
Alonso asintió con la cabeza, se dirigió hacia la fuente que se encontraba en el patio, para refrescarse un poco con agua y, cuando regresó, mucho más despabilado prosiguió con la labor que le correspondía; trocaba “guerra” por “bellum” y “amado” por “amatus”.
Trabajaron en silencio, hasta que la tarde comenzó a terminar.
- Es hora de irnos.- Dijo Guillermo
Es tiempo de que vayas a reunirte con tu Juana, pensó Alonso en la sinrazón que le generaban los celos, y asintió con la cabeza.
Partieron calle abajo desandando el empedrado. El muchacho se debatía en sentimientos de remordimiento. No estaba bien sentirse enfadado con su amigo, no hacía nada malo ¿Cómo evitar sentirse así? Pensaba.
Unas curvas mas adelante, entre paredes de piedras pardas, Alonso hizo las paces consigo y con su amigo. Extendió su brazo y palmeó a este en la espalda, en señal de aprecio.
- ¿Qué ocurre, hombre?- Dijo Guillermo -¿Tengo una araña en mi espalda?-
Alonso sonrió, bajó la mirada y prosiguió caminando frenándole los pasos a la descendiente pendiente. Entonces el talavero dijo:
- Una cosa debes saber, aunque prometí silencio también me he prometido hacer el bien y, sucede en este caso, que una de estas se contrapone con la otra.-
Alonso sintió un disimulado escalofrío, su amigo estaba por contarle de la relación entre él y Juana. Eso sería el fin, luego de esa declaratoria cualquier intento suyo de conquistar a la muchacha, sería un atroz acto de traición a la amistad.
- He de hacerte una pregunta si me dejas. Dijo Guillermo
El muchacho expresó, moviendo su cabeza, que le concedía el permiso.
- Alonso, amigo.- Dijo el talavero -¿Qué le has hecho a la hija de Ximénez?-
El mudo miró a su compañero con cara de no entender a que se refería. Nada había hecho él con Juana, más que amarla.
- ¿Le has hechizado?- Preguntó Guillermo
El muchacho sintió un estupor, volvió a mirarlo sin volver a entender ¿Estaba su amigo bromeando? Se interrogó ¿Sabría el secreto de la existencia de los hechizos?
- No pierde ocasión, cada vez que puede, de hacerme preguntas acerca de ti, que ¿De dónde eres? ¿Qué haces? Si tienes algún amor ¿Dónde has estado? ¿Cómo es tu vida? Me tiene fatigado con sus preguntas ¿Qué le has hecho? Amigo mío.- Preguntó riéndose.
Alonso no cabía en su asombro ante lo que estaba escuchando, aunque dudaba un poco que fuera cierto, para no alimentar la semilla de una decepción, se le dibujó en su cara una inocultable sonrisa ruborizada y se encogió de hombros.
- Luego me ha contado que le avergüenza mirarte, que no quiere que te enteres lo que tú le provocas, que teme que no le correspondas. Es orgullosa la niña.- Dijo Guillermo.- Y muy linda por cierto.-
El muchacho volvió a encogerse de hombres, se sentía navegando sobre el empedrado. Caminaba con un aire de cierta soberbia, sentía que tenía ahora el dominio sobre la situación.
Ah, tonto orgullo de hombres, siempre anhelando el poder, pensó Guillermo.
- ¡Qué no te hagas el tonto!- Le dijo el amigo.- Esa muchacha está loca por ti y tu estás perdido por ella ¡Anda!- Y al tiempo le daba un puñetazo a la altura del húmero-
¡No te hagas el desentendido, debes hacer algo! Y yo te voy a ayudar.-
A Alonso lo invadía una alegría como pocas veces había sentido, casi le da un abrazo a su amigo. Las palabras de este le generaban tal placer que opacaban, por mucho, el dolor que sentía en su brazo por el golpe, pero ese sentimiento en un momento fue mitigado por una pregunta, fruto de su realidad ¿Qué haría para declararse?
Miro a su compañero y colocó las palmas de sus manos hacia arriba, acercándolas y alejándolas reiteradamente hacia su mentón, para preguntarle ¿Qué hago?
- ¡Vaya!- Dijo Guillermo -¿Nunca has seducido a una mujer? Dile, dile…-
El talavero bajó la vista y continuó:
- Perdona amigo, ya vamos a encontrar una forma, te he dicho que te ayudaré.-
Alonso, a pesar de su éxtasis, sintió un poco de remordimiento por los feos pensamientos, hacia su compañero y la niña, que lo habían ocupado horas atrás.
Inconscientemente cada vez alargaba más sus pasos y aumentaba la velocidad, como un potro que vuelve hacia su corral, se sentía despierto viviendo un sueño.
- ¡So, so!- Le decía Guillermo entre risas.- Que ella va a estar esperando allí.-
Doblaron la última curva de la calle en su camino al mesón y este apareció ante ellos.
Ingresaron en él ejecutando la rutina diaria, al rato estaban sentados a la mesa. Luego apareció Hamed, desde su habitación y por último, desde la calle, el joven alto y con cara familiar para Alonso.
Ximénez lo hizo desde la cocina, con una fuente de comida, diciendo burlonamente:
- ¿A ver como está, esta noche, el apetito de las señoras? ¡Iavolaires!-
La forma de decir las ofensas, que tenía el mesonero, las transformaba en graciosas bromas.
Depositó los alimentos sobre la mesa, varios de ellos eran truchas y barbos del tajo, y se retiró de la sala. Todos comían como si fuera el último de los días.
Alonso se sentía nerviosamente feliz, comió rapidamente y, de la misma manera, se retiró a su habitación. Tanto fue así, que Ximénez no tuvo tiempo de decir algo gracioso al respecto. Guillermo lo observó en su partida, con una sonrisa cómplice.
El muchacho entró en su habitación y apoyó sus codos en el marco de la ventana, la noche estaba casi madura.
Pasó largos minutos contemplando la geometría que las estrellas desplegaban en el cielo. Triángulos, cuadrados y polígonos hechos por ellas; podían unírselas de diferentes maneras y todas dibujaban algo en la mente de Alonso, y todos esos dibujos deseaba compartirlos con la muchacha.
Juana no aparecía ¿No vendrá esta noche? ¿Habrá terminado la clámide? Se preguntaba ¿Tendré que esperar al sueño que no me llega para verla?
“Ediómare metam” se repetía tontamente.
Desde el comienzo de su espera, la luna había volado hacia arriba lo suficiente como para hacerle apretar los pliegues posteriores de su cuello para verla.
¡No vendrá! Se dijo.
De repente, Juana apareció sorpresivamente junto a la ventana y dijo:
- ¡Buuuuuuh!-
Alonso retrocedió tres pasos y cayó sentado sobre el catre. La muchacha estalló en carcajadas. El joven, por un instante, la miró con gran enojo.

Capítulo VIII

La mirada de rabia de Alonso atemorizó un poco a Juana, quien acalló sus risas y se quedó muy seria. El muchacho, pasado el torrente de adrenalina provocado por el susto, que dominó repentina y brevemente su voluntad, comenzó a reír en silencio. La joven volvió, también a hacerlo, disfrutando nuevamente de su travesura. El argandeño, levantando y sacudiendo el dedo índice de su mano derecha, le hizo entender que eso no quedaría así; la felicidad lo embargaba. Se miraron un instante, calladamente y a los ojos, hasta que por fin la muchacha dijo:
- Ya que has de mirarme tejer, como todas las noches, hazlo al lado mío, de manera que pueda verte yo a ti también.-
La penumbra de la noche ocultó el repentino rubor de Alonso. Pensaba que Juana nunca se había percatado de su fisgona presencia.
La muchacha extendió su mano invitando al joven a salir por la ventana. Cuando él la tomó, sintió como si miles de mariposas atravesaban su cuerpo. De un pequeño salto subió al marco de ladrillos y, con otro, volvió a pisar el suelo. Quedó de pie frente a ella sin saber de donde salían las fuerzas, que le aplacaban el impulso de abrazarla.
La joven lo llevó de la mano, como a un niño, le indicó que se sentara en una gran piedra, que había junto al telar, y se puso a trabajar en él.
A Alonso le pareció que la luna, a pesar de que le faltaba un buen mordisco esa noche, al iluminar el hermoso rostro de Juana, brillaba como nunca lo había hecho antes.
- Desde la muerte de mi madre, hace cuatro años.- Dijo la muchacha, como si la conversación que comenzaba a entablar, fuese la continuación de otra, sucedida la noche anterior.- Tuve que hacerme cargo de sus tareas. Mi padre se sintió morir, también, cuando ella se fue. Debí sacar fuerzas que no sabía que tenía, para evitar que desapareciera el mesón.-
Alonso la miraba y escuchaba con un interés entristecido.
- Mi padre estuvo mucho tiempo envenenado por el dolor, pasaba los días ebrio o dormido. Poco a poco fue recuperándose, supongo que por mí. Hoy todavía sigue intentando olvidar aunque con menos dolor, es por eso que gasta bromas todo el tiempo.-
A medida que más iba conociendo a la joven, mayor era el amor del muchacho por ella. El tiempo parecía haberse detenido para él y la realidad desaparecido. En un momento observó el tejido que estaba haciendo Juana y algo le llamó la atención; el trabajo no iba muy avanzado. Ya tendría que estar terminado, pensó. Había seguido el proceso de su elaboración noche a noche. De pronto una conclusión le hizo iluminar su rostro, con una sonrisa, e hinchar el pecho de orgullo; la muchacha destejía su nocturno trabajo durante el día, al revés que Penélope, para poder continuarlo durante la noche y dilatar su presencia frente a él.
- ¿Qué picardía recuerdas que te provoca esa risa?- Preguntó ella.
Alonso meneó la cabeza como diciendo, ninguna.
- Cuéntame algo acerca de ti.- Dijo Juana.
El joven ensanchó sus hombros, en un claro gesto de expresar que no podía.
- Pues, se me ha ocurrido algo, te haré preguntas de por si o por no, y tu me responderás con la cabeza ¿Vale?-
Alonso, entusiasmado, hizo el gesto de “si” a la primera de ellas. Podría de cierto modo hablarle, contarle sus cosas ¡Qué inteligente mi niña! Pensó.
Juana comenzó un largo y agradable interrogatorio diciendo, con cierto nerviosismo interno por la respuesta que iba a recibir:
- ¿Tienes mujer?-
El muchacho sintió un sobresalto de vergüenza, no esperaba algo tan directo, y respondió con su primer “no”.
Mediante este sistema la joven pudo saber muchas cosas acerca de Alonso, donde trabajaba, que hacía, hasta de donde había venido…
El asunto, por momentos, era algo tedioso. Juana debía exigir su imaginación para adivinar que preguntar. El joven ayudaba, a veces, haciendo alguna representación, como cuando simuló estar dormido y se golpeó con su mano en la cabeza logrando contarle, de esta manera, lo sucedido aquella noche en la que Tiago desapareció, luego de haberlo atacado. Otras veces escribía alguna palabra en la tierra, generalmente eran nombres.
Ambos disfrutaban ese dialogo, de tanto en tanto, algo les resultaba tontamente gracioso y reían, cómplicemente juntos, por un buen rato.
Los hilos del telar, a esta altura, permanecían inmóviles.
Alonso se sentía maravillosamente bien, no creía que la felicidad fuera otra cosa diferente a lo que le estaba sucediendo.
- Si quieren le ordeno al sol que esta jornada se prive de amanecer.- Dijo Ximénez apareciendo entre las sombras.
Alonso no tenía consciencia del tiempo que había estado conversando con su niña, el este se estaba comenzando a iluminar, pagaría por eso en el trabajo.
Ningún precio es demasiado para pagar la felicidad, pensó.
La muchacha se puso de pie enfadada con su padre y se retiró. Al pasar junto a él, le dio un fuerte pellizco en el antebrazo.
- ¡Ay! Mi niña.- Dijo el mesonero.- Tú, muchacho, métete hoy por la ventana que mañana haremos construir allí una puerta.- Y se retiró envuelto en sus risotadas.
Alonso se quedó un largo rato sentado sobre la piedra con sus manos apoyadas en ella, detrás suyo, mirando las estrellas que comenzaban a apagarse.
¿Esto es el amor? He elegido bien los caminos de mi vida si me han traído hasta acá, pensó.
Al rato ingresó en su habitación y se tendió sobre el catre. Apenas durmió. Se despertó con la luz del sol recién amanecido, dándole de pleno en los ojos. A diferencia de la mañana anterior, el haber dormido poco no había mellado sus fuerzas. Se puso de pie impetuosamente, lavó su cara y se dirigió hacia el comedor. En el desayunaban en silencio Ahmad, Guillermo y el espigado muchacho.
Alonso se acercó a su amigo y, con una sonrisa tan amplia como le permitía su boca, le dio unas palmadas en la espalda.
- Veo que estás de buen humor.- Dijo Guillermo.- Debes haber dormido bien esta noche.-
El muchacho sonriendo se sentó a la mesa.
Juana apareció desde la cocina, con un jarro de leche de cabra tibia, que depositó en la mesa delante de Alonso. El joven miró para el lado contrario a ella, en un exagerado y gracioso gesto de indiferencia. La muchacha sonrió por la broma cómplice y regresó a la cocina. Él, totalmente embelesado, la miró retirarse.
- Creo que deberás contarme algunas cosillas.- Dijo el talavero.
Alonso asintió con la cabeza, mas tarde le escribiría un informe acerca de lo ocurrido en la noche.
Al rato ambos estaban caminando por las, gradualmente mas transitadas, calles toledanas.
Durante la labor, Alonso alternaba momentos en los que trabajaba con gran entusiasmo y rapidez, con otros en los que se quedaba pensativo, con la pluma inmóvil en su mano. Esto no perjudicaba el trabajo de ambos, debido a que Guillermo nunca tenía velocidad suficiente, como para acumularle demasiados textos para traducir al latín, aun a pesar de que el muchacho adoptó, desde el día anterior y en adelante, la costumbre de dormir una siesta después del almuerzo, más por necesidad que por vicio.
Los días transcurrían plenos de felicidad para Alonso. La etapa diurna la pasaba con su amigo en el scriptorium, por las noches, la ventana de su cuarto se abría al placer y al éxtasis de las conversaciones con Juana, durante horas, hasta que, como ocurría habitualmente, llegaba Ximénez y daba por terminado el encuentro.
Una noche, en que la luna se había apagado por completo y los jóvenes debían adivinarse sus caras, la muchacha dijo:
- Mañana no vas a trabajar ¿Verdad?-
Alonso dijo que no con la cabeza.
- ¿No qué? ¿No vas a trabajar o no es verdad?- Lo regaño Juana.
Alonso puso cara de enojado y con el dedo índice le dijo que era “no” a lo primero.
Eran los juegos del amor.
- Iré de paseo al río ¿Quieres acompañarme?-
El joven asintió enérgicamente con la cabeza. Siguieron dialogando por un buen rato, hasta que apareció el mesonero.
La mañana con la que se presentó el día siguiente, era una apología de la perfección. El aire estaba templado y límpido, y el cielo mostraba un celeste, profundo y sin ninguna arruga, que solo era manchado por el vuelo de alguna oropéndola.
Alonso tomó su desayuno, intercambiando miradas con Juana.
No necesariamente hace falta hablar para comunicarse, pensó.
Cuando terminó de alimentarse, salio a la calle con su amigo Guillermo. Este le dijo:
- Fray Gerardo nos ha invitado a una reunión en el monasterio, a la que asistirá Al Ricotí, quien ha venido de Murcia. Yo iré ¿Vienes conmigo?-
Alonso negó con la cabeza.
- ¿Qué harás hoy?- Preguntó el talavero -¿Visitarás a tu amigo el monje?-
El muchacho no negó, ni afirmó, solamente se encogió de hombros.
Guillermo comprendió que su amigo tenía planes más interesantes y sospechó de que se trataban ellos, le puso una mano sobre el hombro y le dijo:
- Pues, nos vemos en la noche, ya veo que has decidido aburrirte este día.- Y, sonriendo, dio media vuelta y comenzó a alejarse calle arriba.
El mudo se quedó un rato apoyado contra la pared del mesón, observando como su compañero se alejaba, luego a las personas que pasaban caminando y a alguna curruca que alternaba planeos y aleteos en el aire.
Al rato salió Juana con una canastilla con frutas, pasó caminando delante de él y, sin detenerse, le dijo:
- ¿Nos vamos?-
Ambos jóvenes comenzaron a bajar la calle caminando.
- No vuelvan tarde. Cuida a mi niña, sobre todo de ti, iavolaires.- Se escuchó gritar a Ximénez.
El muchacho volvió a sonrojarse. Juana no le prestó mayor atención a lo dicho por su padre, hablaba entusiasmadamente sin parar. El joven, haciéndose entender, logró preguntarle acerca de la muletilla que repetía Ximénez.
- No se de que se trata.- Respondió ella.- Un día le pregunté y ni él sabe que significa. La repite siempre, quizás significa “a volar”, no se. A veces, en el silencio de las actividades, se la escucho gritar de la nada.-
Ambos jóvenes rieron ante lo extraño de la ocurrencia del hombre, sin saber lo importante que sería para ellos, algún día, esa palabra.
Siguieron su camino hacia el paseo. Juana a menudo apuraba sus pasos casi saltando y, frente a Alonso, caminaba hacia atrás para hablar cara a cara con él. En uno de esos saltitos tropezó y cayó sentada en la calle. Desde el suelo miró al muchacho seriamente, por un instante, hasta que estalló en carcajadas. Este también rió y se acercó para ayudarla a levantarse. Luego de hacerlo, al levantar su mirada, vio que por la calle, a un par de cientos de metros de distancia, venía caminando el alto joven que se hospedaba en el mesón.
¿Hacia dónde irá? Se preguntó el muchacho ¿Nos estará siguiendo?
La pareja prosiguió su caminata. De vez en cuando, Alonso giraba su cabeza en busca del muchacho. No volvió a verlo más.
Habrá tomado hacia otra dirección, pensó.
Llegaron al sendero que bajaba por el peñón y, al poco rato, se encontraron a la orilla del río.
Juana lo llevó por una estrecha huella, que zigzagueaba a través de los retamos y álamos que se erguían desde las piedras, hasta que llegaron a una pequeñísima playa. La joven se sentó sobre la gruesa arena, a la sombra de un sauce, y el muchacho lo hizo, también, a su lado.
- Vengo a menudo a este lugar.- Dijo la joven.- A recordar a mi madre, pensar en mi padre y a soñar.
El muchacho la miró con adoración ¡Es tan bella! Pensó.
Juana dijo algunas palabras más y, lentamente, se fue quedando callada. Ambos estuvieron un buen rato en silencio observando, como hipnotizados, la corriente de las aguas que venían de Teruel. Él pensaba en ella y ella en él y ambos, no necesitaban nada más en ese momento, estaban juntos.
En su abstracción Alonso tomó un guijarro y lo arrojó hacia las aguas. Juana, sonriendo y haciéndole burla, hizo lo mismo con otro. La pareja continuó tirando piedras al Tajo. El muchacho estaba por arrojar otro cuando sintió un golpecito en su cabeza. La muchacha le había arrojado un guijarro a él. La miró y ella lanzó una picaresca carcajada. El joven, haciendo una “v” con sus dedos, le hizo entender que ya eran dos las bromas que le había hecho y comenzó a ponerse de pié, amenazadoramente, fingiendo enojo. La muchacha se irguió rapidamente e intentó salir corriendo. Sus pies derraparon por la arena y cayó de espaldas contra el suelo. El joven, al intentar perseguirla, tropezó y cayó acostado encima de ella.
Sus caras quedaron separadas por unos pocos centímetros y se miraron fijamente a los ojos. Por un instante Alonso se vio reflejado en el azabache de los de la niña y, sin saber como, sus labios terminaron en contacto y sus pulsaciones al galope.
El resto del día transcurrió maravillosamente para ambos. Todo era mágico, el río, los acantilados del meandro, los árboles, las risas y los abrazos.
Cuando empezó a caer la noche, la pareja regresó desandando el camino de ida.
Llegaron al mesón con el cielo casi a oscuras, la joven entró por la puerta lateral que daba a la cocina y el muchacho por la del frente. Todos los hospedantes estaban sentados a la mesa, incluso el joven alto, al que Alonso le dedicó una mirada inquisidora. Ximénez sirvió los alimentos, extrañamente, en silencio.
Cuando el muchacho se retiró a su habitación, se asomó brevemente a la ventana, más que nada por costumbre, y luego se acostó en el catre. Habían acordado que esa noche descansarían y no habría encuentro en el telar.

Capítulo IX

El día amaneció a su debido tiempo y Alonso despertó con el primer albor, no quería que el sueño le quitara tiempo a su felicidad. Cuando entró en el comedor y se sentó a la mesa, todavía no lo había hecho nadie esa mañana. Juana apareció desde la cocina al oír los ruidos que él había hecho al sentarse. El muchacho se puso de pie y se dieron un abrazo.
- Deseaba que fueras tú el madrugador.- Dijo ella.
Alonso apretó un poco más a la muchacha contra su cuerpo, produciendo un ligero temblor en él, luego se separaron y disimularon la situación, al escuchar los sonidos de cercanos movimiento. Uno a uno los huéspedes fueron apareciendo. Al rato estaban sentados todos allí.
Todos menos Guillermo. El joven le hizo gestos a Juana, señalándole el lugar donde habitualmente solía sentarse su amigo, en actitud de interrogación acerca de él.
- No lo he visto hoy.- Dijo la muchacha. Todavía no ha aparecido.
Todos terminaron de alimentarse y, cada uno a su tiempo salvo Alonso, se fueron marchando. El joven se quedó sentado a la espera de su compañero.
¿Qué habrá hecho el bribón la noche anterior? Se preguntó. Es hora de que se despierte, se dijo.
Se puso de pie y golpeo reiteradamente a la puerta de la habitación de Guillermo. No recibió ninguna respuesta a su llamado. La abrió y vio a su amigo tendido en el catre. La piel de su cara mostraba un rojo intenso y en su cuello habían florecido unos atemorizantes bubones. Su cuerpo no cesaba de tiritar. El muchacho se acercó y posó su mano sobre la frente de él. Ardía hasta casi quemar. No podía preguntarle nada. El talavero decía frases inconexas y alternaba el árabe, con el latín y el español, deliraba.
Alonso fue a buscar a Juana. En el camino vio a Ximénez acostado en su catre, emanando un espeso aliento a alcohol, no podría ser de gran ayuda. Cuando la joven entró en la habitación de Guillermo se le transfiguró la cara, vio la muerte en el semblante del talavero.
- Debemos hacer algo.- Dijo ella.- Tiene “la peste”.-
El joven languideció, su amigo se moría. Sabiendo el poder de sus secretos, ese era uno de los pocos momentos en los cuales deseaba, como nunca, poder hablar. Poder parase frente al lecho del enfermo y decirle “Haraneo atsa”, el hechizo de sanación. Quería mucho a ese compañero, como para aceptar su pérdida.
Juana salió del mesón en busca del barbero, para procurarse una sangría que pudiera aliviar el mal que padecía Guillermo. Alonso se arrodilló junto a su lecho y, en total silencio, repetía “Haraneo atsa, Haraneo atsa”. Su amigo seguía delirando, ahora jugaba con palabras: Averroes, seorreva, vasoerre, decía como en un diabólico conjuro.
Al rato regresó la muchacha, quien no había podido hallar al barbero.
Alonso, casi sin debatir consigo mismo la idea, se dirigió a su cuarto y regresó con una pluma y un papel, en el escribió el conjuro, después de la palabra “pronuncia”.
Le entregó la frase a Juana. Esta la leyó y lo miró extrañada.
- ¿Qué es esto?- Le preguntó.
El joven sacudía el papel hacia ella y movía la cabeza imperativamente, como diciendo: ¡Lee, lee! No le importaba revelar su secreto en pos de la vida de su compañero.
- Pero ¿Qué es esto?- Insistía la joven.
Alonso siguió con sus ademanes. Juana tomó el papel y, algo insegura acerca de lo que estaba haciendo, dijo:
- ¡Haraneo atsa!-
Ambos esperaron un rato. Nada sucedió, Guillermo permanecía tan mal como lo estaba unos minutos antes. De sus poros se veía salir una tenue nube de vapor que se difuminaba, rapidamente, en el aire de la habitación.
Alonso tomó el papel que tenía la muchacha y lo leyó ¡Está correcto! Creo, se dijo, o habré perdido la memoria ¿Estaré confundido? Volvió a entregarle el escrito a Juana y a pedirle que lo leyera nuevamente.
- Haraneo atsa.- Dijo la joven, con desgano y lágrimas en los ojos- ¿Qué es esto? ¿Brujería? ¿Una broma?- Dijo un tanto enojada.
El argandeño, sin entender porque la magia no causaba efecto, tomó el papel nuevamente y, en él, escribió: Iré a pedir ayuda a Fray Gerardo.
Juana asintió con la cabeza, al tiempo que mojaba un lienzo con agua fresca, y lo depositaba sobre la frente de Guillermo.
Alonso salió a la calle y comenzó a subir por ella, duplicando la longitud habitual de sus pasos. Llegó rapidamente al convento e irrumpió intempestivamente en el escritorio del clérigo, totalmente agitado. Tan violentamente abrió la puerta que Fray Gerardo se asustó, pensando que estaba siendo atacado, quien sabe por quien.
- ¿Qué pasa muchacho?- Dijo enérgicamente- ¡Cálmate! ¿Qué sucede?-
Alonso, con unos sonoros jadeos, que era uno de los pocos sonidos que podía emitir, le indicó al fraile que le facilitara una pluma y un papel. El padre lo hizo. El muchacho escribió lo que estaba sucediendo con el talavero.
Fray Gerardo era un hombre severo y recto, pero de gran corazón, se esmeraba en proteger a todos los que, de una u otra manera, pertenecían a su cofradía. Leyó detenidamente el mensaje, miró al joven y le dijo:
- Mandaré a buscarlo inmediatamente para que lo atiendan en el convento, esperemos que se pueda hacer algo, mientras tanto recemos por él.-
Desapareció por un buen rato, a través de la puerta de su escritorio. Luego de unos cuantos minutos regresó con el portero y el maestro de novicios, ambos hombres fuertes y corpulentos, muñidos de de una camilla de palos y lienzo.
- ¡Ve con ellos!- Dijo Gerardo- ¡Guíalos!-
Alonso salió con ambos religiosos y los condujo, calle abajo, hasta la posada. Sus pasos seguían siendo rápidos. Los dos hombres casi tenían que correr para mantenerse junto a él.
Cuando llegaron al mesón, Juana seguía junto a Guillermo, reemplazándole los paños calientes por otros frescos, de la humeante frente. Los dos hombres con hábitos y Alonso, colocaron al talavero sobre la camilla para emprender el regreso. La joven los acompañaba. Cuando estaban a punto de salir de la posada, Ximénez se hizo presente, con su modorra a cuestas
- ¿Qué sucede?- Dijo.
Juana corrió a su lado y, tomándolo de los brazos, le dijo con angustia:
- Es Guillermo, el talavero, tiene “la peste”, lo llevamos a que lo atiendan los monjes.-
- ¡Ve tranquila!- Dijo el mesonero.- Yo me encargaré de todo acá.-
La travesía hacia el cenobio fue mas lenta que el viaje desde él hasta el mesón.
Cuando por fin llegaron, la joven tuvo que quedarse esperando en la calle, no les estaba permitido a las mujeres el ingreso al monasterio. Alonso posó sus manos sobre los hombros de ella y, luego, con la palma de su mano erguida, en ángulo recto con su brazo, le indicó que lo esperara allí.
Los monjes llevaron a Guillermo a una blanca y pulcra habitación, y lo trasladaron de la camilla a una cama de lienzos. Inmediatamente apareció un galeno quien comenzó a atender al talavero.
Fray Gerardo, que también estaba allí, pasando su brazo sobre los hombros de Alonso, lo alejó del lugar y le dijo:
- Debemos tener fe de que el Señor lo salvará, con algunos lo hace y quedan inmunes a “la peste” ¿Quieres regresar a tu posada o continuar con las labores?-
Alonso le hizo entender que prefería lo segundo. Quería estar cerca de su amigo.
- Designaré a Jalif el granadino, un mudéjar, para que te asista. Es un buen traductor.-
El joven asintió con la cabeza y salió hacia la calle, Juana permanecía parada, inmóvil y con lágrimas en los ojos. Apreciaba mucho a Guillermo, sabía que la había ayudado en su amor por Alonso. El muchacho pasó sus dedos suavemente sobre los párpados de ella, secándole las saladas gotas, y la abrazó fuertemente. Ella intentó decir algo y él posó su dedo índice, delicadamente, sobre sus labios carmesí y le ofrendó una sonrisa alentadora. Luego le hizo señas de que debía volver al monasterio y que ella tenía que regresar al mesón. La joven volvió a abrazarlo, se besaron suavemente por unos segundos y tomaron caminos opuestos.
Un bastón no quita la renguera, pero ayuda a caminar, pensó.
Alonso se dirigió al scriptorium donde lo esperaba su nuevo compañero, comenzaron su labor sin decirse, aún pudiendo uno, palabra alguna.
Al joven le costaba concentrarse, no podía dejar de atribularse con la suerte que correría su amigo.
A intervalos de, aproximadamente, dos horas, el joven se dirigía hasta el ala del monasterio donde yacía su amigo, para enterarse de su estado. Seguía todo igual.
- No manifiesta mejorías.- Le decía el monje médico.- Pero tampoco se agrava. Los bubones no han reventado, sigue igual.-
Cuando la tarde casi había caído, el mudéjar había dejado unas cuantas hojas de trabajo para Alonso, este no se preocupó por eso. Realizó su última visita del día a Guillermo.
- Todo sigue igual.- Dijo el médico.- Ya debes retirarte, no puedes permanecer aquí esta noche. Descansa y mañana veremos lo que el Señor ha decidido.-
El joven se encaminó, calles abajo, con la mirada perdida y el alma acongojada, tan solo lo consolaba, un poco, el hecho de que vería a su Juana.
Al doblar la última curva previa al mesón, vio a la joven que lo estaba esperando junto a la puerta. Ella corrió hacia él y preguntó:
- ¿Cómo está?-
Alonso, con las palmas de sus manos hacia arriba y meneando la cabeza, le dio a entender que no se sabía que podría pasar con la salud de su amigo. Ambos entraron en la posada, el joven se sentó a la mesa y casi no ingirió alimentos.
Ximénez, con una pesadumbre que nunca había mostrado, les dijo a los demás huéspedes:
- El talavero agoniza, recen cada uno en su credo para que Dios lo proteja.-
El joven espigado lo miró con cierta indiferencia, mientras que Ahmad se hizo eco de la situación y bajó, pensativamente, su mirada.
Mas tarde, Alonso y Juana, se reunieron junto al telar, sentados ambos en la piedra, el joven tenía su brazo sobre los hombros de la callada muchacha.

Capítulo X

Más tarde, bien entrada la noche, Alonso buscaba claridad en sus pensamientos y equilibrio en sus sentimientos, mientras intentaba dormir en su habitación. Lo segundo le resultaba tan imposible como necesario.
Es correcto sentirse feliz por el amor y sufrir ante el dolor, de eso se trata vivir, pensó.
La enfermedad de su amigo le despertaba el deseo de ayudarlo. La imposibilidad de hacerlo, una gran sensación de impotencia.
¿Por qué no funcionó el hechizo? Se preguntaba. Estoy seguro que lo escribí correctamente, pensaba ¿Será porque Juana no creyó en él? ¿Porque no sabía qué estaba leyendo?.. Tendría que haberle aclarado, previamente, de que se trataban las palabras que le dio a leer, se reprochaba.
En un momento su mente encontró un atajo hacia la claridad y renació con un pensamiento lúcido. Tiago tampoco supo de que se trataba lo que leyó en aquella posada, ante la pequeña sin vida, sin embargo logró revivirla mediante el hechizo. No se trataba de creer o no hacerlo ¿Qué habrá detrás de las palabras mágicas? Se preguntó, o de quien las emite.
Mientras su razonamiento no podía encontrarle más respuestas a sus dudas, el sueño, lentamente, lo fue atrapando a golpes de pestañeos que lograron, por fin, hacerlo quedar dormido.
Por la mañana se despertó nuevamente muy temprano, pero esta vez no lo despabiló el entusiasmo, sino la angustia de querer saber, cuanto antes, que estaba sucediendo con la salud de su amigo ¿Habrá muerto? Fue lo primero que se dijo, para que lo que supiera acerca de él, no fueran peores noticias.
Luego de mojar y secar su cara, se dirigió hacia el comedor. Casi al mismo tiempo Juana apareció desde la cocina, su belleza se veía atenuada por la expresión de tristeza de sus ojos, pero era belleza al fin.
A Alonso, por un momento, se le iluminó el corazón. Se abrazaron suavemente, sintiéndose el uno al otro con placer.
- ¡Siéntate, por favor!- Dijo ella.- Te traeré algo para comer.-
Desapareció tras la entrada de la cocina para regresar, a través de ella, con leche y pan.
- Quiero saber como se encuentra él.- Comentó la muchacha.
Alonso la miró, al mismo tiempo que pensó que no la dejarían entrar en el monasterio.
Ella lo observó con la mirada del amor mutuo, la cual le permitió interpretar lo que el muchacho estaba pensando.
- Iré al mediodía, estaré en la calle, te esperaré allí y tu me lo dirás ¿Si?- Dijo Juana.
El joven le esbozó una leve sonrisa y le dijo que si con la cabeza. El diálogo fue interrumpido por la aparición del joven alto el cual, como todos los días, se sentó a la mesa en silencio. Quien no lo hizo, durante todo el tiempo en el que Alonso estuvo sentado, fu Ahmad.
¿Estará enfermo también? Se preguntó alarmado el muchacho.
Cuando Juana regresó al comedor el joven, a su manera, la interrogó acerca del mudéjar.
- Se fue temprano, sin desayunar.- Dijo la muchacha.
Alonso hizo un gesto con la cara que claramente significaba ¡Qué extraño! Al rato se hallaba en la calle dispuesto a iniciar el camino hacia el monasterio. La muchacha lo acompañó hasta un poco más allá de la puerta, se dieron otro abrazo y ella le dijo:
- Te veré al mediodía.-
El joven asintió.
Su caminata hacia el monasterio fue la que con mayor rapidez había hecho desde el inicio de su trabajo, aunque le pareció interminable.
Cuando llegó, se dirigió directamente al ala de los enfermos. Con la mirada fija en la puerta de la habitación de Guillermo caminó por el sombrío pasillo, con paso firme, hacia ella. La mano del médico sobre su pecho lo detuvo bruscamente.
¿Qué me dirá? Pensó el muchacho ¿Lo peor?
El monje lo miró a los ojos y, con el dedo índice haciendo una cruz sobre los labios le dijo:
- ¡Shhh! Está descansando, sigue con fiebre y delirando pero no empeoró, esto es una buena señal.-
Alonso se asomó por la puerta y vio a su amigo postrado en el lecho. La imagen de Guillermo lo impresionó. Su cuerpo deshidratado le había arrugado la piel que lo envolvía, unas oscuras bolsas rodeaban sus ojos y los bubones lo cubrían casi totalmente. Ese hombre agónico no se parecía, casi en nada, al guapo talavero que compartía sus cotidianeidades.
El médico posó su mano sobre el hombro del muchacho, que solo parecía permanecer de pié sostenido por el marco de la puerta, y le dijo:
- Nada puedes hacer acá ¡Ve y reza! Como muchos lo hacemos, por él.-
Alonso, lentamente, haciendo caso a medias al monje, se alejó del lugar.
Cuando llegó al scriptorium, Jalif había acumulado varias hojas escritas más sobre la pila que debía traducir. Eso poco le importó al muchacho. Con la mirada perdida y la pluma en la mano, solo logró trazar garabatos en una hoja, que en nada se asemejaban al latín. No podía concentrarse.
A media mañana volvió a visitar a Guillermo, en el que nada había cambiado, y regresó a la ausente compañía del granadino. Utilizando una gran fuerza de voluntad, logró avanzar un poco en su trabajo, apenas una hoja y media.
Cuando llegó la hora del almuerzo Jalif se levantó y, sin decir palabra alguna, se retiró al comedor. Alonso también dejó su trabajo, pero salió del monasterio. En la calle estaba, tal cual ambos esperaban, Juana.
El muchacho la tomó del brazo para que caminase junto a él, mientras le explicaba, en silencio, que nada había cambiado en el estado de salud de Guillermo.
- Si no empeoró solo queda que mejore.- Dijo ella tratando de convencerse y convencerlo.
¡Sí! Contestó él con la cabeza, intentando provocar el mismo efecto.
Llegaron a un extremo alto del peñón toledano y se sentaron sobre una roca.
La vista, desde allí, era increíblemente hermosa y variada. Hacia abajo se veía el meandro dibujado por el hambre del Tajo, quien comió las rocas durante miles de años para tallarlo. En él, sobre la izquierda, la perfección del puente de Alcántara y, cerca de allí, el Alcázar con sus cuatro torres imponentes. En la lejanía, las elevaciones rocosas hacían irregular al horizonte y, semejantes a pequeños copos de nieve, de tanto en tanto, se podía distinguir algún rebaño de ovejas.
El paisaje era de una gran belleza, pero la tristeza que les velaba las miradas a la pareja no permitía que, ni siquiera ello, lograra entibiar el frío que les desabrigaba las almas.
Un buen rato estuvieron allí, en silencio, hasta que Alonso pensó que era tiempo de regresar. Posó su mano en los negros cabellos de la nuca de Juana y besó suavemente sus labios. Era la presencia de la muchacha a su lado, el único consuelo en esa situación.
Se puso de pié, extendió una mano que ella tomó, y ambos se encaminaron hacia el cenobio. Al llegar a él se despidieron en la calle prometiéndose, tácitamente, volver a verse al fenecer el día.
Alonso decidió ir directamente al scriptorium, le hacía mal ver a su amigo en semejante estado y se sentía inútil para cambiar la situación.
¿Qué podría hacer? Se preguntaba. ¿Enseñarle el hechizo a otra persona? Eso no le garantizaría que funcionara y, en el ámbito en el que se encontraba, una acción semejante despertaría sospechas que podrían llegar a oídos de algún inquisidor ¡Y todo por nada! Pensaba, el hechizo no funcionaba. ¿No funcionaba? Dudaba ¿Cuál será el secreto de su utilización?
El granadino no dejaba de producir hojas y más hojas traducidas. Alonso lo miró con cierto odio. ¿Qué te ocurre? Le dijo en total silencio ¿No sabes que Guillermo se me muere? Rapidamente apartó tan injustos pensamientos de su cabeza ¿Qué culpa tenía aquel hombre?
Durante el resto de la tarde no visitó a su amigo, había concluido que si algo malo o bueno sucedía con él, ya vendrían a comunicárselo. Estuvo concentrado un poco más en el trabajo con el afán de distraerse.
Cuando la luz que atravesaba el gran ventanal del scriptorium era ya escasa para la lectura, Alonso acomodó sus papeles y se puso de pie. Jalif se había retirado un rato antes.
El muchacho se dirigió al ala sanitaria para hacerle una última visita a su amigo. Este seguía en el mismo estado en el cual lo había visto la vez anterior.
- Veremos mañana como amanece.- Le dijo el médico.
Alonso hizo un gesto de agradecimiento y emprendió una caminata hacia la puerta del gran edificio. Cuando llegó a la calle ya era de noche. Comenzó a desandar solo, el camino de regreso hacia el mesón. La oscuridad de los pasajes lo ensimismaba, aún más, en su preocupación por Guillermo.
¡Maldito Dios hereje que contaminas la sangre de mi amigo! Pensó.
Casi con la cabeza totalmente gacha, dobló en una esquina. Al hacerlo, una sombra, más oscura que las demás, se atravesó frente a él y le hizo detener su marcha bruscamente. Levantó la mirada y vio, con sorpresa, que se trataba de uno de los dos hombretones que los habían atacado, a él y a Ordoño, en su camino a Toledo. El muchacho dio media vuelta para salir corriendo, pero su cara se encontró, violentamente, con el puño del otro de los villanos. La sumatoria de ambos movimientos opuestos, dio como resultado un golpe descomunal. El impacto lo hizo caer de bruces en el suelo. Una mano fuerte lo tomó por la parte posterior de su cuello y lo obligó a apoyar fuertemente su frente contra el empedrado. Uno de los hombres dijo:
- ¡Dinos, mudo cabrón! ¿Dónde has escondido el libro? ¡Dinos!-
El otro hombre acercó un papel y un lápiz a la mano de Alonso.
- ¡Escribe o te va en ello la vida!- Le dijo- ¿Dónde has escondido el libro? ¡Dinos!-
El muchacho sintió el aguijoneo de la punta de una espada, contra sus costillas. No atinaba a nada; hablar no podía, lo que tendría que escribir, para satisfacer las órdenes de los villanos, era extenso y complicado, no podría hacerlo bajo ese estado de amenaza e incomodidad. Se sentía perdido. De pronto un puntapié sacudió su costillar, por el lado derecho.
- ¡Dinos, escribe!- Dijo quien lo estaba sujetando, casi gritando.
La oscuridad de la calle era un refugio perfecto para el acto de tortura al cual estaba siendo sometido. Ya sea por no escuchar la revuelta o por miedo, nadie se asomó desde sus casas. Estaba totalmente solo, en manos de los dos malos hombres.
Cuando ya sus esperanzas estaban agotadas, escuchó el silbido de un objeto surcando el aire velozmente y, casi al instante, el crujido de una madera golpeando algo que también crujió. Alonso, con la frente apretada contra el empedrado y algo aturdido vio, a su lado y repentinamente, el cuerpo de uno de los hombres que lo atacaban, derrumbado en el suelo. Escuchó una similar sucesión de sonidos y sintió el alivio de la mano opresora liberándolo.
No pudo reaccionar de inmediato, solo luego de unos cuantos segundos logró ponerse de pie y vio al otro hombre yacer sobre el empedrado. Miró hacia todas las direcciones, a través de la penumbra de las calles, y no pudo distinguir al autor del salvador ataque. Quiso llamarlo, de alguna manera, y no pudo. Se acercó al cuerpo del primero de los gigantones caído, se hallaba totalmente inmóvil, un charco púrpura oscuro se formaba alrededor de él, proveniente de una delgada vertiente de su cabeza, estaba muerto. El otro, con la boca abierta y segregando una espesa espuma, jadeaba intensa y dificultosamente.
Cuando recuperó suficiente lucidez, decidió alejarse rapidamente del lugar. No pudo ver a nadie en los alrededores, no había testigos del ataque salvo aquel salvador desconocido. Podría llegar un alguacil y no tendría manera de explicarle la situación y, sobre todo, su inocencia, pensó.
Mientras retomaba el camino hacia el mesón, su mente volvía a transitar por los laberínticos pasillos de la incertidumbre ¿Quiénes eran esos hombres? Se preguntaba ¿Cómo sabían acerca del libro? A esta altura de los acontecimientos, Alonso solo tenía certeza acerca de que lo que querían eran los hechizos ¿Cómo sabían que era mudo? Se decía ¿Lo habrían seguido desde hace mucho tiempo? ¿Tendrían algún cómplice espiándolo? ¿Por qué a él le estaba sucediendo esto?
Pero lo que más le intrigaba al muchacho, mientras avanzaba por calles cada vez más oscuras, era ¿Quién fue su salvador esa noche? ¿Habrá sido Ordoño? Se interrogaba casi contestándose ¿Sería esa la misión secreta que había traído al monje a Toledo? ¿Ser una especie de ángel de la guarda suyo?
Las preguntas lo acompañaron hasta las cercanías de la posada. Cuando llegó, una ciruela redonda y morada, había madurado en la órbita de uno de sus ojos. Juana lo vio entrar y empalideció subitamente.
- ¿Qué te ha ocurrido?- Le dijo alarmada, mientras comenzaba a sollozar.
Alonso le hizo entender que no se debía preocupar y que ya le contaría. Lo acontecido era algo difícil y largo de explicar.
- No se si será bueno todo esto, pero desde que has llegado no nos hemos aburrido, muchacho ¡Iavolaires!- Dijo Ximénez riéndose.
La muchacha miró a su padre con enojo, llevó a su amado a su habitación, atendió sus heridas y puso paños frescos sobre su ojo entumecido.
Los suaves cuidados, de las delicadas manos de la joven, calmaron sus dolores y Alonso, por el cansancio de las tensiones sufridas, se quedó profundamente dormido. 

Rody Moiron


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