Muchacha
Un cuento inédito de Rody Moirón

Todavía se olían los humos de Woodstock, aún a tantos miles de kilómetros de distancia.
Todavía se oía el distorsionado sostenido de la Stratocaster de Hendrix, ya rota al fin,
de hacía unos pocos meses atrás.
Aunque era Buenos Aires y el mundo estaba en ebullición: cuatro flequilludos de Liverpool
lo habían sacudido todo y lo seguirían haciendo, como un evangelio musical y paradigmático,
por décadas.
Marcelo y Paula estaban cometiendo el pecado de pasearse, con sus pelos largos y desgreñados,
sus rusticas túnicas, sus cruces invertidas y sus pancartas, junto a varios más frente a la
Comisaría de Balvanera.
Y el comisario, desde la ventana de su oficina, veía la imagen con un odio sanguíneo, con los puños tensos y abigarrados, con la impaciencia que le generaba el repudio a la rebeldía. Y algo de miedo. Miedo por el peligroso tenor de los mensajes que intentaban propalar aquellos jóvenes: paz, libertad, amor…
—Esos sucios de mierda están provocándonos ¡De la orden, jefe! Y le metemos palos— dijo el sargento Vendrell.
—Tranquilo, hay gente de los diarios que hablaría y eso es lo que quieren: tener prensa.
—Pero son una lacra. Viven de los demás y pretenden derechos…
—Tranquilo Vendrell.
Pero el pensamiento del comisario no era muy diferente al de su subordinado. Solamente que la experiencia le había cultivado la astucia de saber qué hacer, cómo y cuándo. Y sabía que ese no era el momento.
Afuera, la pareja y sus amigos, bailaban cantando en inglés, que todo lo que se necesita es amor. Y él la miraba y sentía que con ella tenía todo lo que necesitaba. Y ella le respondía con una mirada dulce de una pureza tan blanca como frágil.
Marcelo estaba maravillado de amor. Miraba los piecitos danzantes de Paula y deseaba tenerla de nuevo, como lo había hecho la noche anterior.
Porque en el cuartito de Constitución en el que vivía, antes de la última madrugada, la había acariciado, la había besado y la había amado con amor.
—Me tengo que ir— había dicho ella a eso de las seis.
— ¿A dónde?
—A la facu. La semana que viene tenemos parcial de semio y nos van a dar los temas.
Él la agarró del brazo, la envolvió con los suyos y le pidió que se quedara un rato más. Y después le susurró algo al oído.
—Salí, tonto ¡Como vamos a hacer eso! Me tengo que ir. Vos sabés que soy muy responsable y que cuanto antes me reciba más pronto podremos vivir juntos. Y…
Él le selló los labios con un beso y le dijo:
—Quedate un rato más. Mirá, ni el sol salió.
Y no la convenció, no hacía falta. Ella se quedó porque quiso. Pero no mucho, porque en un momento su responsabilidad y sus sueños pudieron más que sus hormonas.
—Me voy— le dijo, desprendiéndose.
— ¡Pará! No corras.
— ¡Chau mi amor!
Y le tiró un beso desde la puerta y se marchó dejando un sutil perfume de almendras, en el aire tibio de su ausencia.
Él se quedó sentado en la cama sintiendo como nacía el nuevo amanecer. De pronto tomó un papel, un lápiz y comenzó a escribir.
A las pancartas las armaron dos horas antes de ir a la comisaría. En un galpón de la calle Combate de los Pozos. Riendo y cantando, pero también decididos. Tres amigos de ellos habían sido arrestados, dos noches atrás, por haber elegido al coiffeur equivocado. Y allí fueron, a la comisaría donde, seguramente, ya les habían cortado el pelo y los tenían presos.
— ¡Y! — le dijo Vendrell al comisario.
—Esper…
Iba a terminar su frase pero algo lo interrumpió. Desde su ventana vio como a dos oficiales, que estaban entrando al destacamento, Paula y Marcelo les ofrecían flores. Y fue mucho para él.
Y la lucha fue desigual: palos contra nada, fuerza contra ideales, veinte contra diez. Y ganaron los veinte, la fuerza y los palos.
Marcelo vio como tomaban a Paula de los pelos y reaccionó. No para agredir, sino para sacar a su amor de esa situación.
No sintió mucho el golpe en la cabeza, pero fue lo último que sintió. Paula lo vio caer y, dejándole una mecha a su agresor, logró llegar hasta su cuerpo y comenzar a llorar lo absurdo.

Por la vereda de enfrente Luís volvía de la escuela, con su portafolios de cuero, la martingala colgando y un siete en su guardapolvo; y lo vio todo. Y no comprendió. Sintió impotencia y rabia. Y se quedó inmóvil.
Los que resistieron los golpes lograron correr lejos. A Paula la entraron de los pelos a la comisaría. Tardaría en salir de nuevo. Y al cuerpo de Marcelo lo arrastraron. Y mientras lo hacían, un papel huyó de su bolsillo y levantó vuelo.
El viento le hizo hacer cabriolas en el aire y lo pegó a la botamanga del niño.
Él lo vio y no lo desdeñó. Lo tomó y lo puso en su bolsillo.
Más tarde, en su casa, la angustia no le permitía ni tomar la leche y decirle a su madre qué le pasaba.
De pronto tomo el escrito que había recogido después de la violencia y en el leyó un verso que hablaba de unos ojos de papel.
Y lagrimeó...