Cambalache
Que no cunda el odio
Del amor al odio o del odio al amor hay un estrecho margen que muchas veces cruzamos sin tomar conciencia de nuestros procesos interiores, procesos que se van gestando lentamente y que de pronto explotan en actitudes aparentemente inexplicables. A veces son acontecimientos traumáticos que irrumpen en nuestra vida sin anuncio previo y derrumban de un solo golpe sentimientos que creíamos instalados sobre bases firmes. Puede tratarse también de pequeñas decepciones que de tanto en tanto ensombrecen horizontes diáfanos y confortables. Pero más allá de esas piedras que caen sobre las tranquilas aguas de nuestras creencias y seguridades, el impacto que ellas producen es inquietante y desolador. La confianza en una relación de pareja fortificada por años de convivencia armoniosa, creadora de una paz cotidiana coronada por hijos, parientes y amigos, puede verse perturbada por el descubrimiento de una o varias infidelidades, por negocios turbios, desfalcos y cualquier clase de crimen o delito contra la ley o por mutaciones psíquicas que pueden llegar hasta violencia doméstica de todo tipo. El mundo se derrumba alrededor de ese grupo antes armónico y genera sentimientos de odio, deseos de venganza y exigencias legales de imprevisibles consecuencias.
A veces, esos encontrados sentimientos de amor-odio se exteriorizan en otros aspectos menos individuales y de índole social. Es el caso de las enemistades de íntimos amigos, camaradas de estudios o familiares enfrentados por tener opiniones políticas opuestas en momentos críticos de la historia que hacen enemigos a los otrora amigos. En esas refriegas, discusiones y peleas se intercambian epítetos insultantes y se pone en tela de juicio la honorabilidad de las personas y, arrastrados por el fanatismo enceguecido de creerse dueños de la verdad, se atribuyen al opositor las peores características humanas dudando de la honestidad de la opinión contraria y no dando siquiera el beneficio de la duda o, a lo sumo, pensar que el otro está equivocado, pero cree sinceramente en lo que sostiene y no que lo dice por intereses espurios y vergonzantes.
No nos paramos a pensar que nuestro amor construido en toda una vida de armonía, felicidad y hermosos momentos compartidos debería prevalecer sobre opiniones que (y esto los veteranos lo sabemos mejor que nadie) cambian con el correr de los años, cada vez que la historia nos cachetea con sucesos y hecatombes que nos involucran negativamente, a todos, pensemos lo que pensemos. ¿Cuántas veces hemos visto a acérrimos enemigos políticos reconciliarse descaradamente por conveniencias electorales o coyunturas imprevistas? ¡Muchas! Pregunto: ¿vale la pena sacrificar amistades de toda una vida por esas diferencias? ¿No somos capaces de defender nuestros principios de otra manera que no sea la destrucción de los afectos y la borratina de los recuerdos donde están guardadas actitudes de solidaridad, apoyo en momentos duros y lágrimas y risas compartidas? Desde luego, puede haber momentos en los que todo eso se derrumba ante hechos como la ocupación de un país por tropas extranjeras, que entran a sangre y fuego en territorios sembrando el caos (vienen a mi memoria los tanques nazis entrando en Varsovia o París). Si entonces algún compatriota reniega de su bandera y aplaude al invasor y colabora con él, puede ser un motivo válido para odiar al que amaste, pero fuera de esas situaciones límites todo lo demás es discutible y opinable. Sin renunciar a nuestras convicciones, podemos buscar puntos de encuentro y acuerdo para no destruir lo más importante que son y serán nuestros afectos.