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domingo, 24 de septiembre de 2017

La cruzada de los nuevos reaccionarios, Por Jorge Fernández Díaz/La Nación

La cruzada de los nuevos reaccionarios

Por Jorge Fernández Díaz/La Nación
Jorge Fernández Díaz


Un reaccionario es un sonámbulo que retrocede, decía Roosevelt. Tampoco el venerable Diccionario de la Real Academia respeta los clichés ideológicos: reaccionario es quien se opone a cualquier innovación. Así de simple. La Argentina, acechada por la robótica y por la revolución de la tecnología, y también por una serie infinita de mutaciones globales, es hoy una vasta llanura de sonambulismo retrógrado. 

El siglo XXI ha terminado de quebrar las añejas convenciones, y entonces donde estaba la derecha se ubica la izquierda: los dinámicos progresistas se han transformado en aterrados conservadores. 

Adolescentes de colegios secundarios no buscan subirse a las flamantes reformas y aun extremarlas; sólo aspiran a detenerlas para que todo siga igual. Lo hacen con el apoyo de padres presuntamente progres que sostienen el statu quo, resisten con vehemencia la recuperación de la escuela pública e impiden su conexión con el mundo real, algo que constituiría una vacuna contra el futuro desempleo de sus propios vástagos. Padres y alumnos se piensan a sí mismos como rebeldes izquierdosos en una batalla abnegada, pero practican ese triste conservadurismo de facción que lesiona todos y cada uno de los valores que dicen resguardar.

Los nuevos reaccionarios no están únicamente en las escuelas, aunque todos cuentan con la misma cobertura dialéctica: parece que a los argentinos nos fue genial durante estas décadas y ahora los nuevos bárbaros ("los neoliberales, los republicanos, los gorilas") vienen a quitarnos el paraíso. En verdad, como la mayoría sabe o intuye, ésta es una nación en picada donde lo único que se ha fabricado con éxito es el fracaso. Un país que necesita con urgencia y desesperación ser eficiente y competitivo para que no se lo coman los albatros, y donde circula la peregrina idea de que la eficiencia y la competitividad son precisamente los instrumentos de dominación del imperialismo. La estupidez también es un derecho inalienable.

No estamos hablando exclusivamente de la mentalidad argenta y subdesarrollada de cierta pequeña burguesía, sino de algo mucho más grande y específico: caciques que se enriquecieron con el viejo régimen endogámico, y que permanecen metidos en sus caparazones corporativos, en sus quioscos de viveza, en sus mafias de sector, en su confort de mediocridad. Burócratas, sindicalistas, empresarios. 

Todos y cada uno de ellos sienten que la modernidad amenaza sus negocios y su estilo de vida, y en algunos casos, también su libertad ambulatoria. Generan entonces, a modo de contragolpe, una gramática alarmista y emancipadora, aunque nunca se trate ni remotamente de la Patria, sino de mantener a salvo los cargos y los curros. Sindicatos con afiliados pobres que "sponsorean" equipos de fútbol y despliegan múltiples y sospechosas inversiones millonarias; gremialistas que rechazan más trabajo y más afiliados porque eso desafía su poder de estatuto; contratistas escandalizados porque ahora pierden licitaciones; compañías eternamente minusválidas que viven de prebendas; empresarios oligopólicos que fijan en hoteles de lujo, entre tres y con un daikiri, el aumento de los precios. 

Y una alta burocracia pública acostumbrada a cientos de prerrogativas y estraperlos, resistiendo con uñas y dientes y discursos altruistas las innovaciones que los obligarían a la pericia y a la transparencia. Estos muchachos forman la poco estudiada "oligarquía estatal", casta que es producto de años durante los cuales el Estado fue la única industria floreciente de la Argentina y, en consecuencia, el verdadero botín de todos los piratas. Estos filibusteros son profundamente conservadores porque tienen mucho que conservar, y estuvieron midiendo durante estos veinte meses cuánto faltaba para que los intrusos del Excel se tomaran el buque o el helicóptero: cuanto más infieran que octubre prorrogará el tiempo de la nueva gestión, más violentos se pondrán estos conmovedores progresistas de la primera hora.

La administración pública es un escenario donde se patentizan todas nuestras endemias. Existen allí valiosos funcionarios de carrera y agentes diligentes y voluntariosos, pero también taras, esperpentos y resistencias innobles. María Eugenia Vidal, a poco de asumir, descubrió que 2000 médicos dependían del Servicio Penitenciario Bonaerense y no trabajaban nunca. Cuando les impuso que tomaran sus tareas, 400 de ellos renunciaron porque tenían otros empleos y no contaban con el tiempo ni con la voluntad para realizar la labor por la que cobraban desde hacía años.

Un sondeo amplio y anónimo realizado el año pasado en distintas áreas de la administración central reveló que muchísimos empleados no se consideran "servidores públicos" (les parece un concepto denigrante) y rechazan la idea de que los ciudadanos que les pagamos el sueldo somos sus clientes y nos deben atenciones; consideran además que deben estar exentos de cualquier evaluación de desempeño: más bien piensan que ese concepto es privativo de las corporaciones, una herejía insultante. 

En otros países, el Estado es una organización afiatada y profesional, con una dirección sumamente coordinada y planes de carrera por objetivos. Aquí es una agencia de colocaciones y, en algunos casos, un reservorio de la mala política: activistas, aliados y ñoquis. Cuando los nuevos funcionarios revisaron las cuentas, descubrieron que había "11.000 celulares que no eran de nadie" (sic) y 2000 que pertenecían a familiares y amigos de políticos y directores; todos los pagaba el Tesoro nacional, es decir: los contribuyentes. Al estilo kafkiano, en algunas oficinas encontraron grupos de hasta ocho personas cuya única obligación diaria consistía en "ver Internet": no debían realizar informes ni hacer nada más que webear seis horas cada día para recibir a fin de mes su robusto salario. Esto no sería posible sin la connivencia ideológica de los delegados gremiales ni la protección de una fuerza política que venía a fortalecer el rol del Estado y que, paradójicamente, lo fundió y lo degradó hasta límites alarmantes. Los conservadores estatales disfrazados de progresistas irredentos sólo querían la tecnología para su comodidad. Pero resulta que la digitalización y las redes sociales terminaron con muchos secretismos y cajoneos rentados, y también expusieron la negligencia de los agentes públicos. No hay nada que hacerle: el neoliberalismo es impiadoso.

La idea de que Cambiemos quiere destruir el Estado es refutada por el historiador Luis Alberto Romero. Macri, un obsesivo de la obra pública, es estatista y viene a construir las capacidades esenciales del aparato estatal y a entrenar su musculatura, afirma Romero, rompiendo la simplificación binaria según la cual si no sos neoliberal sos populista, y viceversa. Ese Estado innovador y fortalecido necesita proteger a los que no pueden, convencer a los que no quieren, potenciar a los que saben y premiar a los que intentan. Ser reformistas en este nuevo mundo implica, para una nación atrasada que nunca practicó la democracia republicana ni el capitalismo serio, desoír muchas críticas que los intelectuales europeos se hacen a sí mismos, puesto que ellos descuentan las ventajas del ring y se concentran sólo en sus perjuicios, mientras nosotros estamos arañando para ver si podremos subirnos alguna vez a la lona. "Aquellos que no pueden cambiar su mente no pueden cambiar nada", decía Shaw. No son progres que reman el progreso, sino sonámbulos que retroceden. Reaccionarios.

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