Grandes mentiras peronistas de ayer y de hoy
Por: Jorge Fernández Díaz, para La Nación
"La memoria es un dedo tembloroso.
Y es casi siempre, la venganza
de lo que no fue".
Los autócratas tienen alma de novelistas: suelen declinar hacia la ficción y les encanta corregir la historia. A Perón le complacía jactarse de combatir a los organismos de crédito y abominar de la deuda externa: "Cuando en 1946 asumí el gobierno de mi país, me apresuré a declarar en la Plaza de Mayo, ante una muchedumbre cercana al millón de argentinos, que me cortaría las manos antes de firmar un empréstito -declaró-. Y lo cumplí al pie de la letra". El relato tiene al parecer algunos problemas: cuando asumió el 4 de junio de 1946 no hubo discursos ni concentraciones, apenas un desfile militar; según el Boletín Oficial, 22 días después manifestaba la intención de incorporar la República al Fondo Monetario Internacional, y de acuerdo a documentos desclasificados luego por el Departamento de Estado, en 1950 "el gobierno de Washington alentó las esperanzas de Perón de obtener un préstamo de 125 millones de dólares". Los diarios señalaban que el ministro Cereijo ratificó personalmente la aceptación de ese crédito, y el encargado de negocios de la Embajada, Gus Rey, avisó por escrito a sus jefes lo que el General le había comunicado: la "tercera posición" no servía si Estados Unidos y la Unión Soviética entraban en guerra, puesto que la doctrina justicialista "no admite compromisos en ningún sentido con el comunismo". Muchos militantes gremiales de base pueden atestiguarlo; junto con socialistas, laboristas y radicales fueron torturados y, en algunos casos, hasta ejecutados durante ese período. El silenciamiento de esos hechos escabrosos llegó a su fin: Hugo Gambini (viejo refutador de mitos peronistas) y Ariel Kocik (joven investigador de los derechos humanos) acaban de publicar con nombre, apellido y filiación las víctimas mortales en un libro tragicómico llamado apropiadamente Crímenes y mentiras. Junto a las picardías criollas y las cuantiosas manipulaciones de Perón, que hoy llaman a risa, conviven en sus páginas revelaciones escalofriantes sobre la actuación de la policía peronista, la persecución a sindicalistas que hacían huelgas, los tormentos a opositores en las cárceles del régimen, y la miseria real que germinaba por debajo de una incipiente prosperidad económica que duró sólo cuatro años: después la literatura setentista transformó a Perón en un progresista y a aquella década en una falsa "edad dorada". Que a pesar de las indudables conquistas sociales, hoy no resiste una revisión seria ni el rigor de los números fríos.
Dos episodios para la historia de las "travesuras" políticas marcan la naturaleza de la investigación y la personalidad de su protagonista. Los autores recuerdan la célebre foto de Perón en el estribo del coche del general Uriburu camino a la Casa Rosada en 1930, tras haber derrocado a Yrigoyen, pero le agregan papers y cartas manuscritas donde Perón denostaba al yrigoyenismo y explicaba con orgullo su participación en esa primera dictadura militar. Sin embargo, en 1945, cuando un grupo de radicales lo vivaba, el entonces coronel se asomó al balcón de su departamento de la calle Posadas e hizo una reivindicación del Peludo. Ya en 1953, olvidando su propia actividad golpista, Perón decía: "Recuerdo que Yrigoyen fue el primer presidente argentino que defendió al pueblo". Algo similar, aunque aún más inquietante, sucedió con la pretendida reencarnación del emperador Augusto. En el exilio madrileño, bajo la protección del franquismo, Perón se reunió con periodistas españoles y se vanaglorió de haber conocido en persona al Duce: "No me hubiera perdonado nunca al llegar a viejo, el haber estado en Italia y no haber conocido a un hombre tan grande como Mussolini. Me hizo la impresión de un coloso cuando me recibió en el Palacio Venezia". A su biógrafo Pavón Pereyra le desmintió ese encuentro, pero en una posterior edición, volvió a confirmárselo. Y a precisar lo que hablaron: "Él levantó la vista y me miró a la cara, diciéndome que vamos a extender la mitología. Míreme a mí si no, ya soy un mito viviente". A continuación, Mussolini le recordó que "al cariño del pueblo" lo ayudaron con la propaganda en la calle y con su imagen en todos lados: practicando deportes, arengando masas, besando niños. Y el Duce agregó: "En fin, la publicidad, uno de los tantos recursos de las democracias liberales, pero tan útil". A esa influencia debemos el culto a la personalidad, una sucesión de siniestras e inmorales prácticas políticas, y muy especialmente el formateo de la burocracia sindical, que se rige aún hoy por los conceptos fascistas de la Carta del Lavoro.
Leer en casa la historia del siglo pasado mientras por la calle desfila la crónica viva y actual no sólo resulta analgésico, sino que permite reconocer los rescoldos y vicios nacionales, los hilos invisibles que a través de generaciones nos mantienen sujetos a las impunes falsificaciones de los hechos, a una negación cerril y a un atraso escandaloso. Dice Javier Marías: "Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, y por eso no debería dolernos tanto". Pero cómo nos duele.
La lectura se superpone con esa increíble operación según la cual, para algunos intelectuales kirchneristas, la inflación, el desempleo, la pobreza y la inseguridad no existieron en el curso de la "década ganada": son producto exclusivo del "presidente de facto" Mauricio Macri; así escribirán en sus ensayos divinizadores y así lo leerán incautos y analfabetos históricos por los siglos de los siglos. La díscola discípula de Perón también es una novelista: corrige la historia, crea una nueva ficción y, como suelen hacer los literatos mediocres, no copia de su maestro lo bueno sino puntualmente lo malo; no lo sigue en su positiva evolución democrática, lo cristaliza en su primigenio autoritarismo venal.
La profunda pesquisa de Carlos Roberts sobre La Matanza y los secretos develados de La Salada serán borroneados en esos futuros manuales, porque erosionan la fe. El primer caso ilustra una región postrada, desindustrializada, sin infraestructura ni cifras confiables ni Estado presente, cruzada por el barro, la pauperización, la resignación, la marginalidad, el clientelismo, la contaminación y el narcotráfico. Esa multitudinaria fábrica de pobres, que regentea desde hace 34 años el peronismo, sintetiza su más catastrófico fracaso: sólo ha sido eficiente en crear pobreza y en practicar asistencialismo; genera la enfermedad y vende caras las aspirinas. Que no curan, pero atenúan el malestar. La revolución de las migajas: allí el peronismo, sin disfraces progres, demuestra visceralmente su carácter retrógrado y conservador. En épocas de crisis, como las actuales, cuando pagar la hipoteca de Cristina trae consecuencias duras, parte de ese electorado votará por las migajas: cuando no se tiene nada, algo es muchísimo. De ahí a que estos intelectuales se hinquen frente a esa épica reaccionaria hay un largo trecho, ¿no?
En cuanto a La Salada, paradigma de la truchada reivindicado con entusiasmo por la más trucha de las versiones peronistas, resume también las palabras de una época: mafia, ilegalidad, esclavitud y demagogia pobrista en manos de millonarios. Los refutadores de mitos tendrán mucho que hacer para exhumar estas dos incómodas verdades del modelo nacional y popular. Que los timadores de la memoria, los exégetas de una revolución que no existió, intentarán escamotear o embellecer. Marías cita a su maestro Juan Benet: "La memoria es un dedo tembloroso. Y es casi siempre, la venganza de lo que no fue".
LA NACION Opinión
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