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domingo, 15 de marzo de 2015

Invasión de caras duras Por Pablo Sirvén

El medio es el mensaje

Invasión de caras duras

Sale Colón y entran Juana Azurduy y Perón. No es un partido de fútbol en el que unos jugadores reemplazan a otros. Pero se le parece, especialmente por las patadas que se pegan los contendientes. El monumento al ex presidente será emplazado en octubre, en la avenida Paseo Colón, no muy lejos de donde yace todavía diseccionada, por capricho presidencial, la estatua del descubridor de América, al que, por influencia de Hugo Chávez, el kirchnerismo desmoronó de facto. La puja por desalojarlo de su enclave histórico, para poner en su lugar otro nada menos que de nueve metros, de la heroína de la independencia, obsequiado por Bolivia, no ha logrado consumarse todavía.
Los gobiernos nacional y porteño, tan distanciados para algunas cosas, se pusieron de acuerdo rápido para convertir al gran navegante genovés en gran aviador, si se toma en cuenta el nuevo destino previsto (frente al Aeroparque).
Pero eso no parece tan fácil: la comunidad italiana, que regaló ese monumento, y principal defensora de que Colón vuelva a pararse en el lugar donde lo estuvo durante casi un siglo, ya presentó un recurso extraordinario para que sea la mismísima Corte Suprema de Justicia la que impida tal mudanza.
Igual, la sensación es que un día nos despertaremos y Colón estará otra vez erguido, pero mirando fijo decolajes y aterrizajes.
No sería mala idea, como en algún momento sugirió Jorge Lanata, que sus piezas desperdigadas, permanecieran dispuestas de esa manera para siempre, cual ruinas arqueológicas, como un testimonio para la posteridad del poder de daño del que es capaz el kirchnerismo cada vez que se lo propone.
No hay medio de comunicación más eficiente entre generaciones lejanas en el tiempo que los testimonios en piedra o bronce. Pero entre nosotros se pretende perdurar más modestamente sumando estatuas precarias y perecederas. Desde hace un tiempo, la principal ciudad de la Argentina está asediada por un extraño virus: siendo una de las urbes con más bellos monumentos del mundo, su bien ganado prestigio en esas lides empieza a ser corroído por la propagación imparable de muñecos colorinches (no merecen llamarse estatuas) que pretenden rendir homenaje a figuras populares del espectáculo, el deporte y otras disciplinas. Ya son más de treinta y están hechas de resina epoxi. El papa Francisco, al menos, hizo una piadosa contribución al mandar a retirar la réplica de su figura que se había puesto en el jardín de la Catedral.
Como en la Antigua Grecia y en el Imperio Romano, en que a falta de afiches y medios audiovisuales, las estatuas jugaban un rol proselitista (hasta se llegaban a cambiar sus cabezas si los funcionarios esculpidos caían en desgracia), ahora la invasión local de estatuas fast food sirven para la consabida foto del funcionario que las entroniza. Una -como la de Alberto Olmedo y Javier Portales, instalada en plena avenida Corrientes para que la gente se sacara fotos- podía resultar ocurrente y simpática. Pero toparse cada día con uno nuevo de estos esperpentos multicolor empieza a volverse pesado.
Podrían ser tomados como arte efímero ya que sus emplazamientos suelen ser al paso y a tiro de los transeúntes (sin pedestales), lo que alienta a los depredadores urbanos a perpetrar sus tropelías. Su preferencia por cortarles las manos es evidente, aunque si la ocasión se les presenta propicia no titubean en birlar la raqueta de la estatua de Gabriela Sabatini o hasta los anteojitos de la que homenajea a Luis Alberto Spinetta. Pero estatuas más sólidas también sufren amputaciones (los cuernos del ciervo del Rosedal; Rómulo y Remo, de la loba del parque Lezama).
El Gobierno contribuye a la polución estatuaria con su propia colonización de la avenida 9 de Julio, y sus troquelados gigantes (los de Eva Perón en dos de las caras del Ministerio de Desarrollo Social), los pequeñitos y feúchos del padre Carlos Mugica y Arturo Jauretche, y los que la Presidenta anunció, aún en ciernes, de Yrigoyen y Perón, en torno del Obelisco.
Un Néstor costó un millón de pesos; el otro no valía nada. El primero es de bronce y mide más de dos metros; el otro era puro huesitos y pesaba sólo veinte kilos. Uno "no se murió" -al menos, eso es lo que repiten los cánticos de sus seguidores-; el otro "Néstor sí se murió" (así lo subrayó, para contrastar, bien cáustica como siempre, la satírica revista Barcelona). Néstor Kirchner falleció cuatro años antes que Néstor Femenía, el chiquito qom de siete años, desnutrido y tuberculoso, el "caso aislado", según su comprovinciano y recuperado gobernador Jorge Capitanich, que se apagó en enero último como una llamita al menor soplo.
Pero el primer Néstor se multiplica hoy en cantidad de estatuas y de bustos a lo largo y a lo ancho del país, algunos bien preservados; otros, dañados por manos anónimas. El que costó un millón de pesos es un regalo del gobierno argentino a la nueva sede de la Unasur, en Ecuador, que esculpió Miguel Gerónimo Villalba, veterano en retratar al ex presidente en 3D. Eso sí, esta vez le pidieron que lo hiciera más sonriente.
El ballet de las estatuas es otra guerra que se libra en el atardecer del kirchnerismo..

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