Cambalache
Incorregibles nostálgicos
Somos el resultado de nuestras condiciones naturales, de nuestra educación, nuestro entorno familiar y social, de los acontecimientos históricos que nos toca vivir y de nuestras características individuales. No es lo mismo vivir en urbes populosas y multifacéticas que en pequeños pueblos, y tampoco es igual el que vive en pleno campo, en contacto con la naturaleza, que el que está recluido en un convento de clausura, sin comunicación fluida con el mundo exterior.
Somos distintos, únicos, irrepetibles, por lo menos en la gran mayoría de nuestras acciones, pero, desde luego, tenemos muchos puntos en común. Uno de ellos es la tendencia a idealizar el pasado muchas veces no vivido y a denostar el presente comparándolo desfavorablemente con los tiempos actuales.
El haber cumplido algo más de siete décadas de vida habilita al que esto firma para poder expresar con fundamento y experiencia vital algunas inexactitudes al valorar cosas del pasado, como la panacea de lo ideal y exageraciones apocalípticas con referencia al tiempo que nos toca vivir. Sin querer ser pedante ni sabelotodo, puedo afirmar que a lo largo de mi existencia he padecido y gozado situaciones muy parecidas a las que hoy me afligen o me alegran.
Esto no obsta para poder ver diferencias obvias y más que evidentes. La tecnología ha cambiado la faz del mundo desde los ochenta hasta hoy, la globalización ha acercado puntos lejanísimos del orbe y también ha permitido abusos y tergiversaciones de la realidad pontificando con soluciones globales para arreglar y ordenar un mundo que, mal que les pese a tecnócratas y pragmáticos financieros, sigue teniendo diferencias abismales que requieren tratamientos específicos quizás no establecidos claramente en los manuales del progreso para el siglo veintiuno, que han estudiado y asimilado como verdades sagradas en universidades con aranceles carísimos. También es cierto que en otros tiempos había mayor preocupación por cumplir ciertas reglas de convivencia que hoy en día son practicadas por mucha menos gente que otrora, pero debemos aceptar el hecho de que muchas de esas reglas se cumplían más por convenciones caretas que por real convicción. Siempre escandaliza la novedad, y lo moderno tuvo siempre la peor reputación social.
La faldas cortas de los años 40 fueron tan criticadas por santurrones y beatas como las faldas largas de principio de los 50, las minifaldas de los 60, los mini-shorts de los 70, los palazzos, los batidos, el spray a rolete, las plataformas de corcho del Boogie Boogie 1945 y las de todo tipo de material en el 70. Todo era apocalíptico para los veteranos y hoy nos seguimos escandalizando y olvidamos olímpicamente nuestros horrendos pantalones Oxford, ajustadísimos en la cintura y acampanados en las patas de elefante que cubrían los zapatos bicolor con tacos de varios centímetros ¡para hombre, señora!, ¿dónde vamos a parar? El pelo largo fue también tema importante para medir la honorabilidad de los jóvenes que hoy tenemos más de 70, y lo más ridículo de aquellos escándalos muchas veces reprimidos con tijeras en seccionales de policía por averiguación de antecedentes era que, bajo la denominación de melenudos, metían en la misma bolsa a personas de diferente nivel, ideología y sensibilidad.
Nadie puede negar que las cosas son diferentes en cada época y también tenemos que saber que décadas atrás en Europa y Estados Unidos se desarrollaron problemas tremendos que llegaron a nuestras playas con atraso de años, con motivaciones muy diferentes y crisis de distinta intensidad.
Cada sociedad fue enfrentándose con los cambios y trató de resolver los problemas con suerte diversa y éxitos relativos, por eso de nada valen las lamentaciones y autoflagelaciones del tipo ¡esto nos pasa solo a nosotros! ¡No hay nada que hacer, somos subdesarrollados! ¡Andá a tirar un papelito en la calle en Alemania, te meten preso!, y demás generalizaciones peligrosas. Como turista accidental desde hace casi cuarenta años, he visto a una Roma sucia, luego limpia; una Londres desprolija y después súper pulcra; una NuevaYork altamente peligrosa y años después ordenada y reluciente; una París repleta de vagabundos y limosneros y otra sin esos personajes. Pero, eso sí: Roma siempre fue maravillosa; Londres, fascinante; Nueva York, energética y electrizante, y París, siempre mágica. Y también puedo asegurarles que en toda época me topé en esas y otras ciudades, Buenos Aires y Madrid incluidas, con taxistas nostálgicos que recordaban, entre lágrimas, "las épocas de oro de esa ciudad que no era la porquería que es hoy". En fin, somos incorregibles, igual que siempre.