Cambalache
Oír las guerras
La guerra es el peor crimen que la humanidad puede cometer contra sí misma. Todos coinciden en esta afirmación, pero cuando llega el momento crítico en el que todas las negociaciones y pactos fracasan, la guerra sigue siendo la única salida (¿salida o entrada a un infierno de impredecibles consecuencias?). Es, más bien, lo segundo que lo primero. Innumerables ejemplos en la historia avalan la teoría de que "a veces no hay mas remedio y aunque la odiamos la guerra se vuelve un mal necesario". Cualquier pacifista de corazón y sensibilidad a flor de piel debe estar en desacuerdo con semejante aseveración. Los gobernantes deberían estar más atentos a no fomentar conflictos y provocar heridas graves a sus sociedades al comienzo de ciertas etapas donde por motivos económicos, territoriales o político-religiosos se engendran odios irracionales y deseos de venganza. Cuando los problemas y conflictos se agrandan y se usa la violencia extrema para lograr victorias efímeras no se hace otra cosa sino sembrar vientos que derivarán inevitablemente en tempestades. Esos procesos de inquina, confrontaciones y choques parciales suelen prolongarse por años y años, y cuando explotan lo hacen con la virulencia de una peste mortal o una epidemia imparable con la irracionalidad como bandera, el odio como arma madre y la sed de sangre como modo de vida. Y así el mundo nunca disfruta de la paz, ya que aunque un país no tenga conflictos bélicos durante muchos años, puede pertenecer a zonas de intereses políticos y económicos comunes que lo obligarán a enviar tropas y armamentos a los lugares donde el enfrentamiento ponga en peligro a algunos socios de su región. Es por eso que, sin comerla ni beberla, millones de seres humanos terminan sufriendo las horribles consecuencias de contiendas desatadas por motivos absolutamente ajenos a las conveniencias propias. Tropas de soldados que no tienen la menor idea de la realidad global de países a los que tienen que ocupar, muchas veces sin siquiera hablar su lengua, son las primeras víctimas, que, además, se convierten en victimarios y verdugos que, arrastrados por la irracionalidad y envueltos en el fragor de la batalla, pueden cometer brutales asesinatos de mujeres, niños y ancianos. Lo que para los comandos serán sólo daños colaterales, pero para los que los ejecutaron se convertirán en pesadillas y complejos de culpa que los acompañarán toda la vida y que quizás les provoquen psicosis y alteraciones de sus conductas cuando regresen a su hábitat normal. Los locos de la guerra han nutrido y seguirán nutriendo la crónica roja de todos los países participantes de esa carnicería. Otra cosa que debemos tener muy presente es que los que declaran las guerras no las hacen; ellos necesitan establecer las estrategias y muchas veces lo hacen sin levantar sus honorables traseros de confortables sillones. Ya se acabaron las épocas de las heroicas tiendas de campaña, y hoy no sólo los estrategas sino toda la humanidad ve las guerras por televisión como si fuera un videojuego, una película pochoclera sin superhéroes y con supervíctimas, o una noticia más emitida entre alfombras rojas de celebridades, peleas entre mediáticos impresentables, recetas de cocina y telenovelas caribeñas de los años 90.
La humanidad ha superado muchos problemas, ha evolucionado en algunos aspectos, ha descubierto vacunas y tratamientos para muchas enfermedades, pero parece que no puede sacarse de encima a ese espantoso jinete de un apocalipsis siempre anunciado desde los mayas a Nostradamus.
Una guerra acaba y hay diez que comienzan, y sólo los pueblos que las han sufrido y las sufren en carne propia saben que finalmente nadie las gana. Los que las vemos por televisión no tomamos real conciencia de lo que son. No olemos cadáveres en las calles, no tocamos las heridas de carnes desgarradas, no oímos con claridad suficiente los alaridos de dolor de los que agonizan. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero si oyéramos las palabras de los que mueren como algo más que un murmullo de sonido directo de TV, pensaríamos distinto.
