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lunes, 19 de marzo de 2012

El aborto no siempre es pecado

Diario El Mercurio (Chile)

Carlos Peña
Domingo 18 de Marzo de 2012
 
El aborto no siempre es pecado
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Los argumentos que se han dado por estos días contra el aborto son incorrectos. Al parecer, la fe no sólo mueve montañas: también hace que personas inteligentes digan cosas insensatas.
Es cosa de ver.
Cuando una mujer tiene en su seno a un feto inviable -v.gr. carente de cerebro-, la discusión sobre el aborto no es acerca de la vida, sino de la autonomía. No se discute si acabar o no con una vida humana (eso ya lo decidió la naturaleza), sino quién debe decidir acerca de un embarazo inútil: si quien lo padece o un tercero.
El proyecto de ley que se votará esta semana entrega esa decisión a la mujer. ¿Qué tiene eso de terrible?
Una mujer puede pensar que ese tipo de embarazo es una de las muchas piedras que Dios pone a veces en el camino. Y creer que lo mejor es guardar silencio y soportar. Pero otra piensa que ese embarazo es simplemente una crueldad incomprensible del destino. Y cree, entonces, que lo mejor que puede hacer es abreviarla. Una cree que el embarazo que padece es una prueba de Dios, la otra cree que se debe a una naturaleza madrastra; una piensa que ese sufrimiento tiene un sentido, la otra piensa que es inútil. ¿Cómo podría el Estado zanjar esa discrepancia? ¿Desde cuándo el Estado tiene títulos para decidir ese tipo de cosas?
En este aspecto, la ministra Matthei tiene toda la razón: algo así no lo puede decidir el Estado.
Tampoco es el Estado quien debe decidir en aquellos casos en que hay que escoger entre la vida de la madre y la del nasciturus. Si una niña enferma de hepatitis al extremo de necesitar un trasplante, pero su embarazo hace cada día más difícil la espera del donante, ¿debe esperarse la viabilidad del feto o, desde ya, interrumpir el embarazo?, ¿quién debe tomar la decisión de qué vida ha de salvarse? Ninguna declaración general acerca del valor de la vida -de esas que se escuchan por estos días- permite resolver ese dilema hipotético. Y sin perjuicio de preguntarse por qué la creación pone a los seres humanos ante decisiones tan terribles, hay que decidir: ¿Quién ha de hacerlo?, ¿acaso el Estado en abstracto?
De nuevo, no cabe duda: no es el Estado quien debe decidir algo así. Habrán de hacerlo los directamente involucrados (o, en otras palabras, las víctimas del destino).
En fin, si una niña se embaraza producto de una violación, ¿deberá esperar que el embarazo llegue a término o podrá interrumpirlo dentro de un determinado plazo? Es verdad que el embrión no es culpable de nada, pero la niña violada tampoco. Y si es así, ¿por qué habría de obligársela a sumar al dolor de haber sido violada la obligación de tolerar el fruto de esa agresión? Lo que debe discutirse, entonces, es si el Estado puede imponer una obligación tan gravosa como esa -la de tolerar una vida ajena con la que no existe vínculo alguno- con el argumento que, de otra forma, se maltrata a la vida. Nadie aceptaría que se le obligara a dar un riñón a un tercero con el argumento que, de otra forma, el beneficiario inevitablemente morirá. ¿Por qué alguien tendría derecho a exigir algo así a una niña violada?
De nuevo, no se trata aquí de imponer el aborto, sino de evitar que el Estado coaccione a una persona (en este caso, una mujer violada) para ejecutar un acto que no es razonable exigirle. Si la mujer violada, en una decisión moralmente heroica, decide llevar a término el embarazo, podrá suscitar la admiración de todos; pero de ahí no se sigue que un acto como ese sea exigible por parte del Estado.
En ninguno de esos casos se trata de discutir el valor de la vida.
En los dos primeros (cuando el feto es inviable o la mujer está en peligro), se trata de saber si la voluntad de la mujer importa o si debe ser sustituida, como hasta ahora ocurre, por el Estado. En el tercero (cuando el embarazo es fruto de una violación), de decidir si el Estado tiene derecho a exigir conductas moralmente heroicas.
Apoyar el aborto en cualquiera de esos tres casos no es pecado; salvo, claro, que el pecado consista en aminorar el sufrimiento ajeno.

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