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domingo, 21 de agosto de 2016

Ahora el equipo debe reflexionar por qué perdió, por Jorge Fernández Díaz

Ahora el equipo debe reflexionar por qué perdió

por Jorge Fernández Díaz
Jorge Fernández Díaz

El Presidente adora la táctica futbolera; estoy seguro de que entenderá muy bien esta descarnada analogía. Era un campeonato bravo y su equipo había superado algunas fechas difíciles, pero no supo ganar el partido final de las tarifas y entonces debió entregarse al dramático albur de los penales. Poner el destino en manos de una Corte que ni remotamente domina es como encomendarse a algo tan etéreo como la suerte; ya había perdido antes de llegar a esa instancia de los doce pasos. Luego se la clavaron en el ángulo y a cantarle a Gardel. Queda empezar de nuevo, porque afortunadamente el torneo de la democracia sigue y la política, como el fútbol, da revanchas todos los días. Pero sería imprudente hacerlo sin entender las razones de la derrota, sin reflexionar sobre las características del juego y sin mentalizar a los jugadores para que no se enamoren del error.

La primera impresión es que los muchachos niegan la chambonada, amparados tal vez en la filosofía zen ("que hayas tropezado y caído no significa que vayas por el camino equivocado") y en la coartada de ser originales y orgullosamente incomprendidos por los vetustos analistas del "círculo rojo". Después de magnificar las consecuencias económicas que tendría un fallo adverso, cuando éste efectivamente se produjo salieron a minimizarlo: acá no ha pasado casi nada. En estas lides, camaradas, no vale el "juego bonito", sino el resultadismo más flagrante, y este gobierno no peronista carece de la chance de equivocarse fiero: una posible reconstrucción de la democracia republicana que sepulte la hegemonía del partido único y, por lo tanto, decenios de decadencia nacional depende en estos momentos históricos de su pericia. Por los arrabales de la política, los conspiradores sueñan con la destitución y el helicóptero, y con reinstalar de manera urgente el rancio régimen de la más poderosa corporación argentina. Macri no tiene entonces mucho margen para pifiarla. Y en esta ocasión, su brigada antiexplosivos llegó tarde y la bomba les voló algunos dedos. Es posible que en dos meses Cambiemos logre revertir el revés jurídico y financiero; es menos seguro que se saquen lecciones políticas de fondo acerca de los motivos por los que se terminó en la banquina.

En el corazón del Gobierno se regodean con la idea de que poseen la fórmula secreta de la Coca-Cola, que la política tradicional pasó de moda, que apelar a la experiencia histórica resulta anacrónico, que muchos intelectuales derivan hacia una melancolía encapsulada y tremendista, y que la única verdad no es la realidad, sino el timbreo. Desactivar la demagogia tarifaria exigía, desde el día cero, audiencias públicas que advirtieran los yerros y desajustes, una batalla cultural, un acuerdo federal energético, un megaestudio judicial sobre la previsible lluvia de amparos y hasta un intercambio fluido de información con el máximo tribunal de la República. También una obviedad: ilustrar a los aliados, que fueron sorprendidos por muchas decisiones técnicas. Baste decir que el vapuleado Juan José Aranguren recién les mostró su PowerPoint a los legisladores de Cambiemos una hora antes de someterse a la maratónica incursión del martes. Los legisladores quedaron muy bien impresionados con su exposición, pero se lamentaron de no haber tenido a mano durante todos estos meses una explicación didáctica de los hechos, algo que les hubiera permitido ser los centuriones mediáticos de las medidas, y no los refunfuñadores secretos del ajuste. Es curioso: en otros casos, como el cepo, los holdouts, la relación con los sindicatos y el blanqueo de capitales, Macri se manejó como un político experto; con las tarifas retrocedió a la lógica amateur del CEO y a la religión ingenua del Excel. A lo largo de estos meses, la mayoría social parece haber entendido tres cosas: la energía es escasa y debe pagarse, el congelamiento de las tarifas fue una obra tóxica y nefasta del kirchnerismo, y Cambiemos no ha sabido resolver el problema.

Este accidente genera, por otra parte, algo de incertidumbre: en la Argentina, cuando el oficialismo no consigue imponer su criterio resuena de inmediato la palabra "gobernabilidad", que los peronistas siempre consiguieron con bardo y autoritarismo. Y que los republicanos deben ganarse a pulso, respetando a rajatabla las reglas y con mucha muñeca política. El tropezón dilata además las inversiones: los hombres de negocios quieren estar seguros de quién manda en el país donde van a poner la tarasca, para decirlo en los términos tan refinados que utilizó alguna vez la arquitecta egipcia. En plena crisis económica, la sociedad se aferra a la idea de que el macrismo posee capacidad para sacarnos del suplicio: ese intangible tiembla cuando se comprueban las torpezas. Nadie, claro está, dijo que iba ser fácil. No existen bitácoras lúcidas ni instrumentos de navegación confiables para escapar del neopopulismo, que funciona como una especie de droga vanguardista: produce euforia y adicción; después, devastaciones físicas y mentales. "La entrada es gratis -decía Charly García-. La salida, vemos."

Así como los kirchneristas desdeñaban frecuentemente la ciencia económica y la suplantaban por un mero decisionismo presidencial que nos llevó al capricho, al emparche permanente y a la gran chapuza, a veces los macristas parecen desafiar también la tradición política por el simple método de cuestionarla desde una ultramodernidad 3.0. Los buenos tecnócratas, sector dominante en el Poder Ejecutivo, traducen el concepto "política" como una virtuosa sucesión de diagnósticos y resoluciones. El asunto no es criticable, al contrario: ese ímpetu resulta absolutamente necesario en un país con tantos años de mala praxis y de relatos inconsistentes. Pero la política va más allá. Y los dirigentes verdaderos son los que poseen un saber astuto y callejero que no se aprende en ninguna universidad ni en ninguna empresa, y según el cual se pueden aportar miradas laterales, pensamientos contracíclicos, intuiciones sobre el inconsciente colectivo, discursos de persuasión y creatividad en el terreno. El cirujano interviene con el bisturí; el clínico cura con el ojo y la palabra. Este hospital de alta complejidad tiene buenos laboratoristas (Durán Barba, Marcos Peña), está plagado de cirujanos eficaces (Prat-Gay, Lopetegui), pero carece de una considerable cantidad de clínicos, esos baquianos capaces de detectar las acechanzas ocultas y sanar con el acto médico. Le faltan, por lo menos, cinco Monzó y siete Sanz.

Creer que la probeta y la cirugía bastan para sacar adelante al paciente los condujo a esta evitable final de penales malogrados. El gabinete nacional es abierto para dialogar con los ajenos, pero un tanto remiso a incorporar a los propios, algo extraño en una coalición gobernante que jamás logró avanzar sobre los recelos mutuos y funcionar como un equipo integral. El filósofo Alejandro Rozitchner, asesor de Macri, no ocultó esta semana el prejuicio: "El país cambió de época y la gente está empezando a hacerse cargo de sí misma. La sociedad decidió que condujera el país gente que no viene de la política. Que viene de la vida". Los clínicos no son curanderos. Y los políticos profesionales, en términos futboleros, no resultan tan disciplinados como los demás, pero son esos raros jugadores que comprenden "la dinámica de lo impensado" (Panzeri dixit), leen como nadie el partido y suelen ganarlo con un sutil cambio de frente. Con una ¿pincelada de talento?.

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