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domingo, 27 de marzo de 2016

Obama, Macri y el progresismo papanatas, por Jorge Fernández Díaz

Obama, Macri y el progresismo papanatas


Jorge Fernández Díaz  por Jorge Fernández Díaz

Hace unos años, en el número 70 de la calle Ferraz, cinco políticos argentinos que visitaban Madrid escucharon por primera vez de boca de Felipe González su caracterización sobre el neopopulismo. Según el líder socialdemócrata no se podía confundir a chavistas y kirchneristas con el progresismo a pesar de su discurso izquierdoso: "Ellos practican una utopía regresiva", les explicó. Es decir, una quimera desactualizada, cuyo objeto deseado no se ubica adelante sino atrás: no proyecta hacia el futuro; sólo busca regresar a alguna época presuntamente dorada y perdida. Lo contrario del progreso es el retroceso, que resulta esencialmente reaccionario. De alguna manera Barack Obama se hizo cargo estos días de esa caracterización al definir a Cristina como "una dirigente con una retórica de los años 60 y 70". La Pasionaria del Calafate estará, por supuesto, orgullosa de encarnar esos ideales tardíos, a pesar de que revelan sus límites etarios y su cristalización en una estación de la obsolescencia.

Aunque no todas las culpas le caben a la gran dama. En la Argentina hay progresistas inteligentes y modernos, pero también cunde un progresismo retrógrado y papanatas formado por kirchneristas y antikirchneristas, todos unidos por su analfabetismo económico, su pereza intelectual, sus prejuicios aldeanos y su antioccidentalismo hipócrita. Una parte de ese segmento, formado por tiernos artistas y épicos militantes de Palermo Hollywood, apoyó en otra época asesinatos políticos en nombre de la Patria Socialista y luego se enamoró de un régimen autoritario y corrupto. Y muchos de los que se colocaron en la vereda de enfrente no lo hicieron desde una lucidez superadora: algunos comparten incluso las mismas taras que los kirchneristas, esa cosa culpógena, arrogante y simplificadora según la cual toda la vida puede encerrarse eternamente en izquierdas y derechas, algo tan antiguo e inservible como la linotipia. Ciertos progres esperan la llegada de un gobierno que no sea del palo para volver a unirse, en una amalgama feliz y bullanguera; para posar de sensibles sociales (justo ellos que no conocen ni un pobre de cerca); para apedrear los escaparates del capitalismo mientras van de shopping; para criticar a Europa aunque la visiten con veneración, y para crear un nuevo relato de virtuosos y réprobos. La palabra "sustentabilidad" les resulta incomprensible: creen que la plata del Estado llueve y es infinita, y que abrirse al mundo necesariamente es someterse al imperialismo. Y no se preocupan por entender cómo se deben administrar con responsabilidad los dineros públicos para no caer cada tanto en una crisis macroeconómica. No reconocen la grave herencia que dejó la peripecia cristinista, y tampoco el hecho de que nos llevará años poder superarla. Estas "almas bellas" comparten con los ortodoxos neoliberales el deseo inconfesable de que Macri produzca de una vez por todas un ajuste salvaje, privatice a mansalva y se convierta en Menem ("contra el Turco estábamos mejor"), así todos se amigarán en el repudio y se apoltronarán en sus cómodas trincheras libertarias. Ese mismo sector le hizo todo el daño posible a Raúl Alfonsín, a quien catalogaba como "la nueva derecha" y como "el presidente de las multinacionales". Eso me consta personalmente, porque yo era entonces un progre papanatas para quien el padre de la democracia resultaba un mediocre y un entreguista; luego tuve que pedirle disculpas personales por esa tira de sandeces. No comparo aquel alfonsinismo con el frente Cambiemos, y de hecho habrá que castigar con dureza a la nueva administración nacional si no logra su cometido normalizador, pero traigo a cuento todo esto para mostrar la ceguera histórica y la pérdida del sentido común de cierto progresismo vernáculo, grupo amplio e invertebrado que debería hacer autocrítica y refundarse, porque fracasó como gobierno y también como oposición. Y porque esta semana cayó en el ridículo con la visita de Obama y convalidó sin escandalizarse que notorios corruptos e impresentables se vistieran de santos a expensas de los desaparecidos durante la conmemoración de los 40 años del golpe militar.

El verdadero escándalo es que sus lenguaraces mantengan un trazo grueso según el cual Carter y Obama son lo mismo que Reagan y Donald Trump, y también que cualquier vínculo con Estados Unidos tenga obligadamente que reducirse a las "relaciones carnales". Durante la Guerra Fría, la Casa Blanca apoyó dictaduras tenebrosas y luego con el Consenso de Washington intentó inocular políticas rapaces. Pero lo cierto es que ha hecho mea culpa sobre esas etapas: adjudicarle a Obama aquellos pecados sería tan injusto como responsabilizar a Macri por la Triple A y la guerra de Malvinas. Algunos yanquis también utilizan la brocha gorda con nosotros, y creen que todos somos iguales: antidemocráticos, venales y peligrosos. Obama es el mandatario más progresista de los Estados Unidos, representante de una minoría perseguida por el racismo, autor del más revolucionario seguro de salud para los pobres, contrario a las incursiones belicistas a gran escala e impulsor de la paz definitiva con el castrismo cubano. Durante sus casi ocho años de gestión se retiró de nuestras vidas y dejó que nosotros nos equivocáramos solitos. Luego de perder el juicio con los holdouts en Nueva York, Cristina intentó seducirlo para que presionara a los jueces. Como Obama se negó, la despechada nos entregó de pies y manos a las simpáticas autocracias de Maduro y Ahmadinejad.

Necesitamos al presidente demócrata para que anoticie al mundo: ya no somos una nación bolivariana y tampoco formamos parte de la crisis institucional brasileña. También para que los inversores pongan los ojos en este país irrelevante que intenta ponerse de pie con un déficit incendiario y después de una época de aislacionismo infantil. Quienes creen que Obama viene a someternos están tan equivocados como quienes piensan que solucionará nuestras vidas. Quienes quieren rechazarlo como si fuera el demonio están tan tristemente errados como quienes creen que es un dios milagrero. Necesitamos a Estados Unidos y a Europa, y también a Rusia y a China. Necesitamos a todos porque nos urgen créditos e inversiones, lo único que puede salvarnos de un Rodrigazo, de una hiperinflación o de un ajuste masivo que dejaría a un millón de personas en la calle y crearía una convulsión social. A Obama le interesa poner como ejemplo a un gobierno que viene a reinstaurar los valores republicanos. Y a nosotros nos conviene que a Obama le interese eso. Parece un trato justo. No tenemos que arrodillarnos ni sacar el puñal, extremos en los que nos colocaron peronistas de distinta extracción pero con idéntico vicio: la fe de los conversos.

El reconocimiento de los errores norteamericanos durante la dictadura, su homenaje a las víctimas y la desclasificación de los archivos del Pentágono y la CIA no calmaron al progresismo, que arropó en su marcha humanitaria a personajes patibularios y prefirió aferrarse como autómata a la utopía regresiva. Valdría la pena que todos recordáramos aquel monólogo generacional de Solos en la madrugada: "Van a acabarse para siempre la nostalgia, el recuerdo de un pasado sórdido, la lástima por nosotros mismos -recitaba Sacristán-. No podemos pasarnos otros 40 años hablando de los 40 años. Tal y como vivimos estamos fracasando. Vamos a intentar algo nuevo y mejor. Vamos a cambiar la vida y vamos a empezar por nosotros".

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