Cambalache
Aquel mundo
Hubo una vez un mundo donde no existía la televisión, un mundo donde la palabra celular significaba camión de la policía donde se llevaban en cana a delincuentes, sospechosos o contraventores, y no teléfono móvil. En ese mundo la gente se entretenía con el cine: iba a las salas del centro, a ver un estreno y variedades. Durante la década del cincuenta se incluía el número vivo, un agregado que significaba en las salas de más categoría Los cinco latinos y, en los barrios, magos, prestidigitadores, cómicos y malabaristas junto al triple programa de filmes.
La radio era el mágico espacio del éter donde señoras y señoritas suspiraban por las tardes idealizando a galanes e identificándose con sufridas heroínas. Las voces radiofónicas muchas veces no eran acordes con los físicos de esos actores y esas actrices que podían tener panzas prominentes, ojos saltones y narices algo pronunciadas pero que, gracias a la magia de la imaginación, se convertían en apuestos héroes y deslumbrantes damas jóvenes. La radio también aportaba el humor desopilante de grandes bufos, el jazz, el tango, el folklore y la música clásica, la emoción del fútbol relatado con una fidelidad que hacía visibles goles que no podían verse y las noticias que, por malas que fueran, no tenían el agregado de la sangre y los cadáveres que sí se podían ver en algunos periódicos (suavizados por el blanco y negro de sus fotos).
La comunicación telefónica estaba limitada al teléfono fijo, que en nuestro país era muy arduo conseguir. Muchas veces se dependía de la buena voluntad de algún vecino que sí tenía el privilegio de tener el aparato, generalmente negro, que podía contactarnos con nuestra familia y nuestros amigos. Eran épocas pretéritas y superadas hoy día, en las que si uno arreglaba una cita en tal lugar y a tal hora para tal fecha, no había posibilidad de irla cambiando de acuerdo a la agitada vida personal (tan compleja como la de hoy, pues los problemas de trabajo y familia siempre han sido de muy difícil solución). Había que organizarse en aquel mundo y sobre todo en aquel país donde los teléfonos públicos no funcionaban con seguridad y podían dar una pequeña descarga eléctrica, como para no intentar seguir insistiendo con la llamada urgente.
Desde luego no se trata de hacer un relato edulcorado de aquel mundo, pues ya se sabe que la distancia en el tiempo disimula errores y horrores, tiñendo de nostalgia benevolente acontecimientos luctuosos y terribles. En efecto, aquel mundo conocía la guerra, la desigualdad, la injusticia, la pobreza extrema y los atropellos a la dignidad humana. Y no por lejanos esos tiempos eran idílicos. Eran diferentes, nada más y nada menos. Las pautas de conducta eran otras, pero muchas veces se trataba de una hipocresía social muy acotada en siglos de represiones, ignorancia, prejuicios y temores sin demasiado fundamento. Existían igual que hoy los buenos sentimientos y las bajas pasiones como solían llamarse cosas tan importantes como el sexo y el deseo, anatemizados por seudo puritanos y censores a la violeta que se entretenían juzgando goces ajenos en lugar de procurarse los propios. También es cierto que existía una cierta piedad que amparaba a los ídolos populares, encerrándolos en un mundo dorado lleno de brillo y sofisticación. A nadie se le podía ocurrir hablar con el desparpajo y la virulencia de hoy día acerca de los kilos de más de alguna diva, ni describir con lujo de detalles cirugías, malas praxis, aventuras extra matrimoniales, adicciones e intimidades escabrosas. Sólo muy de vez en cuando algún suceso escandaloso enlodaba a figuras populares autóctonas, y se le daba más espacio publicitario a las excentricidades de Hollywood y Europa que a las de la farándula vernácula.
Es cierto también que los transportes públicos, sin ser un dechado de virtudes, eran mucho más confortables y seguros que los que hoy circulan por las abarrotadas calles del centro. Y la calle Lavalle era única en el mundo por la cantidad de cines en apenas tres cuadras luminosas, populosas y alegres. Aquel mundo nos incluía a los entonces jóvenes recorriendo calles y avenidas con una elasticidad y agilidad perdidas, y eso es lo que tiñe el recuerdo de nostalgia por lo que no volverá. Cada vez que la melancolía aparece en algún atardecer otoñal, me consuela ver a los jóvenes de hoy luchando igual que ayer (en el mismo mundo que ahora parece otro) por vivir creyendo que el mañana será mejor..