Madres...
Madres...
Felicidades a todas las mamás... a las que van a serlo y a las
incontables mujeres que sin ser madres (tías... por ejemplo) dan amor
igual que si lo fueran: las que son como mamás para un padre o una
madre, para un hermano, un sobrino, un pequeño animal... las maestras
que son madres de los niños a quienes educan... las apostólicas mujeres
que cuidan enfermos, débiles o ancianos como si fueran sus hijos...
Mis líneas son hoy un homenaje a todas ellas... Y ¿qué mejor regalo
puede haber para las madres que unos versos...? Estos que siguen
pertenecen a un poema de Serafín J. García intitulado “Ejemplo”... Lo oí
hace mucho tiempo en labios de un gran declamador argentino, Mauricio
Sol, quien hizo de México su segunda patria. Llegó a Saltillo en sus
andanzas de trovero y yo trabé con él honda amistad. Una noche él recitó
ese “Ejemplo”, canto a lo sagrado que hay en todas las madres, en
todas, pues en ellas y por ellas nace la vida... Casi he olvidado
aquellos versos; conservo quizá solamente un vago trasunto del poema...
Lo pongo, sin embargo, con todos mis olvidos y mis cambios, porque es en
verdad una lección de amor: enseña que la maternidad es siempre santa,
cualquiera que sea la forma en que se manifiesta...
Ante ella
debemos los hombres estar con reverencia igual que ante una visible
manifestación de Dios... El poema tiene como protagonista a un hombre
sencillo, un gaucho... Su hija, llorando, le ha dicho que va a ser
madre... No está casada, y el pensamiento de ser madre soltera la llena
de pesar. Se aflige por la pena que causará a los suyos; siente
vergüenza por el qué dirán...
Pero entonces su padre, hombre bueno y
por lo tanto sabio, le habla con palabras de amor y comprensión.
Oigamos lo que le dice...
—Venga p’acá, m’hija. No me tenga miedo.
Venga, que su tata no va a castigarla,
ni va a echarle en cara tampoco lo que hizo,
porque sabe cierto que no fue por mala...
Ya basta de llantos. Míreme de frente.
No tenga vergüenza de mostrar la cara,
que lo que usted hizo no es ningún delito,
y ser madre, m’hija, no es nunca una falta...
Vino la dentrada de la primavera.
Lucieron los cardos sus flores moradas.
Cantaron los grillos entre los tapiales
y hubo contrapunto de roncas chicharras.
Se oyó en el camino relinchar los potros
que iban galopando tras de la yeguada,
y olfateando el aire, y escarbando el suelo,
con ansia salvaje mugió la torada.
Nació en los yuyales un aroma nuevo
que el viento travieso mojó en la cañada.
Un calor de fuego vino con la aurora,
y en los espinillos colgó el sol sus brasas.
Se vido a los pájaros andar en parejas,
juntitos los picos, abiertas las alas,
amostrando a todos su amor barullento,
madurado a cielo, sol desnudo y alba.
La ley del instinto ardió en las criaturas;
el amor fue un himno que a todos llamaba.
Y usté sintió, m’hija, la fuerza ‘e la vida,
y sin saber cómo se entregó a sus ansias.
Hoy lleva en su seno una vida nueva.
Guárdela en el tibio calor de su entraña.
Y no se avergüence, pues sólo ha cumplido
la que es de Diosito la ley más sagrada...
No le importe a m’hija que algunos murmuren,
y ensucien su nombre los de lengua mala.
Cuando nazca su hijo que lo sepan toitos.
Mamará en su pecho; dormirá en sus faldas;
será su cachorro nomás dondequiera...
Venga p’acá, m’hija. Levante esa cara...
Dios me la bendice con lo que le pasa...
le manda una vida y usté se la guarda.
Cuando llegue el tiempo usté será madre...
Y ser madre, m’hija, ¡no es nunca una falta!’’...
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