Fuera del poder, la secta muestra su verdadera identidad: “El gobierno se va a caer y vamos a ayudar a que se caiga”, dice Fernando Esteche (quien pasó de Quebracho –nombre artístico de la SIDE– a la autoría intelectual del pacto con Irán). Como la generación que veneraban, la del setenta, la secta nunca tuvo a la democracia entre sus prioridades. El peronismo sólo se organiza desde el poder, marca de nacimiento de un movimiento fundado por un General. Pero en la versión siglo XXI quienes bajaron de la Sierra Maestra fueron José López, Julio De Vido, Ricardo Jaime, Aníbal Fernández, Amado Boudou y Sergio Schocklender. Una extensa lista de excepciones que se resiste a confesarse regla. Como la secta es “el pueblo”, el resto de los habitantes somos un grupo de foráneos peligrosos. Tan tercos para algunos conceptos, para otros los miembros de la secta son más versátiles que una modelo de Vogue; la palabra que mejor define su credo es “depende”: el pueblo es tal cuando los apoya, pero deviene en oligarquía cuando apoya a Macri; los millonarios son explotadores, pero no todos; los millonarios propios socializan los hoteles y ganan fortunas en la obra pública (aunque las Madres, tal vez una excepción, les pagaban en negro a gran parte de sus empleados, y el empresario Sergio Spolsky dejó a sus periodistas que hacían el trabajo sucio colgando de empresas que pertenecían a su chofer o a la secretaria). Fuera del poder, la secta es cada vez más secta: en la foto arengan Mariotto y Boudou con D’Elía y Papaleo (definido por Marcelo Larraquy en su libro “López Rega” como “uno de los brazos políticos de la Triple A”). En la diagonal de la escena Fernando Espinoza, intendente de La Matanza, se reúne con doscientos punteros; el tema es la toma de supermercados. A esto la secta llama “resistencia”, a complots golpistas como los que ellos mismos critican en Brasil. Pero bueno, depende, un golpe contra la derecha es justo. La democracia –ya se lo dijo Zamba a los niños– siempre es de izquierda, y la izquierda es aquello que reúne al asesor de López Rega, al de la UCeDe que quiso robarse la Casa de la Moneda, a varios narcos, al contador que vio el filón, al constructor que mató a los padres, a varios guerrilleros que pelearon contra la democracia de Cámpora, o la del propio Perón, al cajero del Banco Nación, al rey de los casinos y también a algunos muertos. Porque hubo muertos.
Hábiles en la construcción del relato, ahora intentan construir una historia de persecución política; viene haciéndolo ya Cristina hace unos meses, hablándole más a la Historia que a la gente (aunque su historia termina cada vez más cerca de las páginas de policiales, y quizá sea escrita por mediocres como Brienza o Sandra Russo). Esta es una cuestión penal, no tiene siquiera atisbos políticos: en los bolsos con diez millones no hay dialéctica, hay billetes verdes húmedos. En Aníbal Fernández no hay plusvalía, hay narcotráfico. En Lázaro Báez no hay planes de desarrollo, hay coimas de la obra pública. ¿Dónde está lo político del choreo? La secta argumenta como si hubiéramos pasado de Noruega a Ghana.Los Panamá Papers –historia que Macri nunca aclaró lo suficiente y en la que Grindetti da vergüenza ajena–hablan, en el peor de los casos, de empresarios evadiendo impuestos. No vi aún las cien mil hectáreas de Rodríguez Larreta y sus hoteles en la Patagonia, ni tampoco me encontré en La Rosadita con María Eugenia Vidal fumándose un habano. Y en cualquier caso, aunque así fuera, no es este un juego de cartas en el que un delito emparda al otro. La persecución política tiene charme; siempre es mejor que te persigan por las Veinte Verdades peronistas que por los diez palos afanados. Asistimos, por primera vez, a lo que sucede cuando la ley se aplica. Quienes lo hacen no son carmelitas ni mucho menos, a veces son iguales a los que juzgan. Pero la ley está por encima de ellos. Si este país cambia alguna vez, será por este camino y no por ningún otro.
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