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sábado, 9 de enero de 2016

¡Qué suerte que el verano ha llegado! por Enrique Pinti

¡Qué suerte que el verano ha llegado! por Enrique Pinti


Cuando el que esto firma era un colegial que odiaba levantarse a las siete de la mañana para concurrir a la escuela primaria durante siete años y, ni hablar, al secundario por cinco años más, la llegada del verano era la sucursal doméstica del paraíso terrenal, llegaba el momento del "dolce far niente", de los helados, el aire libre, los asados familiares, los días largos, las noches cortas, la ropa liviana y los colores vivos de la naturaleza en flor. Pero lo que más se valoraba era la liberación por tres meses del polvo de tiza, la campana fatídica que marcaba el fin de los recreos y la voz cansada de la maestra pidiendo histéricamente: "¡silencio, niños!".
Eso, en la época dorada de la escuelita primaria porque cuando llegaron las once materias del bachillerato la cosa era mucho más dura pues en lugar de una maestra y, en todo caso, el agregado de una profesora de música y otra de dibujo como máximo, había que lidiar con once docentes de variado carácter, de distintas generaciones y de mañas y obsesiones variopintas con el común denominador que consistía en creer que su materia era la única y más importante. Los logaritmos de las matemáticas, los análisis estructurales de la gramática, la germinación del poroto, obsesión de la profesora de botánica a la que seguiría años más tarde el horrible ritual de abrir una rana en el gabinete dedicado a la zoología, habitáculo compartido por el loco de físico-química dejando en el aire nauseabundos aromas de ácido sulfúrico, el ataque obsesivo de la profesora de geografía que gozaba orgásticamente con las isobaras y la descripción exacta de las cadenas montañosas europeas en el planisferio en blanco de la temible prueba escrita que nos tomaba sin previo aviso los días en los que estaba disfónica y no podía hablar, más la educación física y las clases de solfeo con corcheas y semifusas incluidas, formaban el laberinto agobiante de una cultura "general" que no llegaba ni a "cabo primero". Un poco de todo para no saber nada de nada. El verano era la libertad, la cana al aire en aquella edad en la que nadie tiene canas.

 "El verano era la libertad, la cana al aire en aquella edad en la que nadie tiene canas"
Hoy ya algo calvo y con algunos achaques propios de la edad este dinosaurio odia el verano y lo dice a los cuatro vientos frente al asombro de la mayoría que sigue alimentando la buena prensa masiva del período estival. Haciendo caso omiso del infierno en el que se convierte la húmeda Buenos Aires, el sol enfermante y peligroso que hace proliferar el cáncer de piel, los mosquitos asesinos portadores del dengue, la espantosa crisis energética en la zona más poblada de nuestro gran país, o sea capital y provincia de Buenos Aires con frecuentes cortes de luz y agua que pueden significar desde la incomodidad hasta la muerte de niños y ancianos. Lo gracioso y contradictorio es que muchos adoradores del estío van de vacaciones a las gélidas regiones del globo donde pueden sorprenderlos nevadas descontroladas seguidas gracias al calentamiento global de altas temperaturas con las consiguientes gripes y bronquitis agudas. Otros prefieren las tibias aguas caribeñas y los más se sumergen en el caos de ciudades balnearias atestadas de turistas y alojados en departamentos mínimos y no siempre bien provistos que cuestan uno y la mitad del otro con alquileres de sombrillas que exigen pagos faraónicos.
Sobre gustos no hay nada escrito y cada uno es libre de preferir el calor, el frío o lo que más le guste pero este vejete elige el fresquito amable de la media estación, esa que gracias al destrato al que sometemos a la madre natura, es cada vez más corta llegando en ciertos territorios a ser casi inexistente. Mientras tanto seguiré observando sin entender a gente achicharrada por el sol impiadoso, arrastrada por multitudes histéricamente veraniegas o dejada de la mano de dios en playas desérticas sin luz ni agua so pretexto de la tranquilidad. A mi Cabo Polonio no me engancha ni a palos.

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