El desafío de la gobernabilidad con el cristinismo adentro
No hace mucho, Máximo Kirchner sugirió públicamente que, a partir del 10 de diciembre, el kirchnerismo podría entregar el gobierno, pero nunca el poder. La máxima de Máximo, que revela la aspiración de la presidenta de la Nación de cara al próximo período constitucional, podría aplicarse para cualquiera de los potenciales sucesores de Cristina Fernández de Kirchner: Mauricio Macri, Sergio Massa e incluso Daniel Scioli.
Quien llegue al gobierno nacional en diciembre próximo se encontrará con un Congreso dominado por dirigentes kirchneristas y con un aparato estatal desbordado de militantes de La Cámpora y otras organizaciones afines. No habría que descartar tampoco que, si la oposición no une sus fuerzas detrás de un candidato a gobernador, la provincia de Buenos Aires, donde el mandatario se elige por mayoría simple de votos, quede también bajo el control del cristinismo.
Si finalmente Scioli llegase a la Casa Rosada, ¿gobernará él o gobernará Cristina? La pregunta sobrevuela la cabeza de no pocos empresarios que, en los últimos días, no sólo advirtieron el avance del actual gobernador bonaerense en las encuestas, sino que también repararon en el proceso de instalación de la figura del ministro Axel Kicillof como posible compañero de fórmula de Scioli.
Las historias parecen repetirse en la Argentina. Allá por 2003, de Néstor Kirchner se decía que iba a ser el Chirolita de Eduardo Duhalde. Dos años después, los Kirchner destruyeron al duhaldismo. Claro que en ese recuerdo radica el principal temor de Cristina y su séquito en nuestros días. Su peor pesadilla es que, si llega a la presidencia, Scioli termine queriéndoles hacer lo mismo que ellos le hicieron a Duhalde.
Conocedor de esos temores, Scioli viene intentando mostrar todo lo contrario. A tal extremo que el gobernador ha experimentado una suerte de metamorfosis. En los últimos días, dejó de lado sus habituales ambigüedades -esas que tanto fastidio provocan en el núcleo duro del kirchnerismo- y dio cátedra sobre relato oficialista. Durante una entrevista en el programa Los Leuco, Scioli calificó como "un bochorno" la denuncia de Alberto Nisman contra la Presidenta y su canciller, al tiempo que condenó al fiscal muerto con la misma enjundia que algunos dirigentes camporistas o que el propio Aníbal Fernández. Por si esto fuera poco, su esposa, Karina Rabolini, aseguró que creía en las cuestionadas estadísticas del Indec.
La opción de Scioli por profesar esta forma de cristinismo explícito puede interpretarse por la necesidad de encontrar el esperado aval de la jefa del Estado a su postulación presidencial o, al menos, conseguir que nadie le ponga más piedras en su camino hacia la Casa Rosada. Algo logró en las últimas horas, cuando la Presidenta afirmó, desde Rusia, que no tenía "favoritos". Nadie le asegura, sin embargo, que sus súbitos gestos de obsecuencia le garanticen que pueda elegir libremente a su compañero de binomio o colocar en la lista de diputados nacionales a más que alguno que otro dirigente de su estrecha confianza.
Las dudas sobre un eventual gobierno sciolista se extienden entre ciertos empresarios al plano de la economía. "¿Cómo conviviría quien hoy es uno de los principales asesores económicos de Scioli, como Miguel Bein, con Kicillof?", se preguntan.
Allegados a Scioli imaginan que, una vez ubicado en el despacho frente a la Plaza de Mayo, podrá gobernar sin mayores compromisos ni condicionamientos que los generados por el apoyo de la ciudadanía en las urnas. Esgrimen que pudo dirigir la provincia de Buenos Aires durante casi ocho años sin mayoría propia en las cámaras legislativas y que hasta Gabriel Mariotto, el vicegobernador que le impuso el kirchnerismo para marcarle la cancha, terminó predicando el sciolismo.
"De mí no esperen sorpresas. Sólo que aliente más la producción y que viaje por el mundo para vender productos argentinos", trata de tranquilizar Scioli a los hombres de negocios, al tiempo que, en los medios audiovisuales, manifiesta aquella sospechosa devoción por el liderazgo de Cristina.
Scioli cree que su afición por la cultura del diálogo y del consenso le brindará la dosis de gobernabilidad necesaria a una eventual gestión presidencial.
Tanto Macri como Massa encontrarían un escenario mucho más hostil con el kirchnerismo en la resistencia. Es probable que tiendan a pensar que el manejo de la caja podría ayudarlos a vencer esa oposición. Pero también saben que la apuesta de quienes dejen el gobierno en diciembre será a un canje de gobernabilidad por impunidad, que sus votantes no admitirían.
Si el gran tema del futuro es la gobernabilidad, es bueno tener presente algo que suele subrayar el analista Rosendo Fraga: en ninguno de los cinco distritos más grandes del país (Buenos Aires, Capital Federal, Córdoba, Santa Fe y Mendoza) los poderes ejecutivos locales cuentan con mayoría parlamentaria. Se deduce de esto que alrededor de tres cuartas partes del país son gobernadas en esas condiciones y sin que se produzcan crisis de gobernabilidad. Esta situación se extiende a numerosas intendencias bonaerenses, especialmente tras las elecciones de 2013, en las cuales se impuso el massismo y cambió la fisonomía de muchos concejos deliberantes.
La gobernabilidad también dependerá de un poder sindical que viene acumulando demandas y cuyas organizaciones más combativas, encabezadas por Hugo Moyano, tienen hoy mejor diálogo con los líderes de la oposición que con el kirchnerismo. Aunque si se le pregunta a un dirigente del oficialismo, éste responderá que el mayor reto para la gobernabilidad del próximo presidente de la Nación pasará por su disposición a continuar o no con las políticas de redistribución del ingreso que promovió el actual gobierno nacional (léase, subsidios y planes sociales).
Puede pensarse que el desafío de la gobernabilidad deberá encararse mediante una forma distinta de tomar decisiones a las que nos ha acostumbrado el kirchnerismo. Una manera de gobernar más afín a la de los distritos más grandes del país que a la de aquellos más pequeños, donde ha predominado una cultura política mucho más proclive a los liderazgos familiares y a la reelección indefinida, como tradicionalmente han sido Santa Cruz o La Rioja.
El próximo presidente de la Nación será un emergente de una cultura mucho más pluralista que la acuñada por los Kirchner. Curiosamente, los máximos candidatos a ocupar el sillón de Rivadavia provienen de alguno de los más grandes distritos del país: dos de ellos (Scioli y Massa) son de Buenos Aires y uno (Macri), de la Capital Federal. En un segundo escalón, hay un cordobés (José Manuel de la Sota), un mendocino (Ernesto Sanz) y a otros dos bonaerenses (Florencio Randazzo y Margarita Stolbizer).
¿Estarán todos esos postulantes presidenciales persuadidos de que el próximo jefe del Estado no podrá gobernar de la misma manera que en los últimos años, al borde de la crispación y el autoritarismo, y por momentos en nombre de una ficticia lucha de clases? Finalmente, ¿estará la sociedad argentina convencida de que los liderazgos personalistas deben ceder ante la búsqueda de consensos amplios, y de la necesidad de abandonar la actual filosofía de cuartel que nos ha hecho creer equivocadamente durante décadas que gobernar a los gritos era la única forma de restaurar la autoridad presidencial?