Desde hace ya más de 50 años el sindicalismo norteamericano se debate
entre la declinación en cantidad de afiliados y su cada vez mayor
irrelevancia social y política. Desde que los sindicalistas
norteamericanos cedieron (y colaboraron) ante el macartismo,
flexibilizando las relaciones laborales, contribuyendo a los cada vez
mayores índices de productividad, y burocratizando a las estructuras
sindicales hasta convertirlas en “sindicatos-empresas”, se han
enfrentado a un éxodo cada vez mayor de sus afiliados. En 1946 el 34% de
los trabajadores norteamericanos estaban organizados; en 1970 sólo
tenían 20%; hoy son apenas 12,5%. De estos últimos la vasta mayoría son
empleados estatales (36,4 de todos los estatales) y los obreros
industriales casi no están organizados (sólo 7,9%).
Todo lo anterior fue publicitado hace unos meses por
Andy Stern, el secretario general de Sindicato Internacional de
Empleados de Servicios (SEIU). El SEIU, que tiene 1,8 millones de
afiliados, es uno de los pocos gremios que están creciendo. En parte
esto tiene que ver con genuinas campañas de afiliación (por ejemplo en
el caso de porteros) pero en la mayoría de los casos este crecimiento
proviene de afiliar trabajadores que ya estaban afiliados a otros
gremios. Stern, que viene disputando la conducción de la confederación
norteamericana AFL-CIO contra el actual dirigente John Sweeney, anunció
la crisis al plantear un debate en torno a la reorganización del
movimiento obrero norteamericano. A partir de caracterizar el fracaso de
la gestión reformista de Sweeney, Stern plantea una serie de
modificaciones dirigidas a reforzar el poder de la confederación sobre
las organizaciones afiliadas de segundo grado. De ser aceptadas sus
propuestas, la AFL-CIO tendría el poder para forzar fusiones, rediseñar
jurisdicciones, y aplicar estrategias sindicales. De hecho, las
propuestas de Stern implicarían convertir a los 15 principales
sindicatos norteamericanos en “uniones generales”, mientras que por lo
menos 40 sindicatos más pequeños serían disueltos o absorbidos por los
anteriores. Estos quince tendrían jurisdicción, sobre todo un sector
económico (por ejemplo, fusionaría metalúrgicos con mecánicos con
neumático). La idea básica es revertir la decadencia concentrando
recursos y afiliados en pocas pero inmensas organizaciones. Por
supuesto, esto ha generado una guerra a muerte entre los burócratas que
se beneficiarían de la propuesta y una gran masa que pueden desaparecer o
ser postergados por el nuevo esquema gremial.
La importancia de lo anterior es doble. Por un lado hace
ya muchos años que el esquema sindical norteamericano (el business
unionism) es aplicado en muchos países como la contrapartida gremial del
neoliberalismo (basta recordar que a la Argentina llegó en la década de
1990). Los debates gremiales en Estados Unidos tienden a presagiar las
políticas que poco tiempo más tarde intentan aplicar nuestros propios
burócratas. Esto es así por que la trasnacionalización de la economía ha
convertido al capitalismo por vez primera en un modo de producción
mundial sometiendo a la clase obrera a condiciones similares a través
del mundo. Los nuevos esquemas sindicales son la contrapartida
necesaria, no para defender a la clase obrera sino para mantenerla
controlada y sumisa.
Pero más allá de estos problemas hay uno más de fondo e
histórico. La clase obrera norteamericana ha sido una de las más
combativas en la historia: como ejemplos recordemos que la Primera
Internacional que terminó sus días en 1876 en la ciudad de Filadelfia,
el primer Primero de Mayo, la huelga de Triangle Shirtwaist (que dio pie
al Día Internacional de la Mujer), la IWW, las tomas de fábrica de la
década de 1930, hasta las huelgas armadas de los mineros del carbón de
la década de 1970, para llegar a la inmensa cantidad de conflictos
durante los últimos diez años. A pesar de lo anterior, la clase obrera
norteamericana jamás logró convertirse en una alternativa política (ni
siquiera reformista o laborista). De alguna manera la lucha heroica de
los trabajadores norteamericanos no se tradujo en un cuestionamiento
siquiera tibio al sistema.
Las razones de lo anterior son un tema de debate
profundo. Podemos sugerir tres. La primera es que la represión de los
trabajadores en Estados Unidos siempre ha sido (y es) absolutamente
salvaje. Además de las constantes masacres de obreros y asesinato de
dirigentes, podemos mencionar tres ejemplos para que se tenga noción de
la profundidad de la misma. En 1842 el sindicato de sombrereros fue
condenado a pagar “ganancias caídas” por haber realizado una huelga
contra las patronales del sector. Cincuenta años más tarde, el Ejército
norteamericano inauguró uno de los primeros usos del campo de
concentración para aplastar la huelga de los mineros del cobre en
Colorado. Y en 1927 el gobierno norteamericano ejecutó a los anarquistas
Sacco y Vanzetti, claramente inocentes, por ser italianos y
“subversivos”. Segundo, y más complicado, es que la vasta mayoría de los
obreros norteamericanos (y muchos en América Latina) creen en el “sueño
americano”. El país de Bush Jr. es un país represor y fascista, y sin
embargo gran parte del mundo cree que es la patria de la democracia. Por
último, otra razón ha sido el papel de los sindicalistas. Estos han
creído siempre en que se podía colaborar con los capitalistas en
beneficio de “todos”. De ahí que al decir de George Meany, primer
secretario general de la AFL-CIO, “nunca hice una huelga, y estoy
orgulloso de ello”.
Una vez más la propuesta de los burócratas sindicales no
es en función de la clase sino más bien para reforzar su poderío frente
a la base, concentrado los recursos en menos manos. No se trata de
movilizar a sus afiliados con fines clasistas, se trata simplemente de
asegurar su propia reproducción como burócratas. De ahí que un discurso
aparentemente “progre” en la práctica tiende a ser desmovilizador y a
complementar el proyecto de Bush reforzando el control sobre los pocos
obreros organizados.
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