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sábado, 9 de junio de 2012

Comerse un sapo-Por Rafael Spregelburd

Comerse un sapo

Por Rafael Spregelburd

No sé cómo preservar a mi bebé del sapo Pepe.
Yo sé que es exagerado y sé que hay peligros más inminentes y más graves, como tomarse el Sarmiento, o como la base estadounidense del Comando Sur que un orate en el Chaco pretendió hacernos fumar a todos. Pero tal vez porque me es imposible preservar a mi niño de tales peligros es que me ensaño con la simplona aparición de un gordo vestido de sapo y una maestra jardinera aferrada a un sonsonete mántrico. Son imbatibles. No hay barrera, coto, vacuna, cortafuegos ni antivirus que los detenga. Llegarán hasta el corazón de mi pequeño sin que pueda hacer nada.
Mi mujer y yo nos procuramos los discos de la infancia (de nuestra infancia) y le damos play a María Elena Walsh, a Promúsica de Rosario, incluso a Lady Gaga, que nos resulta bastante infantil. Pero el sapo Pepe encuentra su rumbo viscoso a través de las rendijas. Ayer vimos que nuestra niñera se lo trae en su celular. No sabemos qué efectos sedantes o excitantes tenga, pero nos rendimos a la evidencia que ya otros padres (preocupadísimos todos) nos habían revelado: si se le dice a un niño argentino: “Yo tengo un sapo que se llama…”, el niño invariablemente responderá: “Pepe”, completando la frase como si se tratara de un troquel ya preplegado, de una línea de puntos injertada en el genoma humano hace milenios para ser unida en ese único orden misterioso e inefable. La canción es atroz y tanto la Walsh como Lady Gaga parecen dos bravas ingenieras nucleares al lado de estética de papel crepe. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué el sapo Pepe y no la nada?
Me declaro un ignorante. En cuanto a cultura de masas se refiere, tengo un pésimo instinto. El otro día, filmando una escena en la que había música de Gilda, pregunté a todo cristo por qué Gilda es “buenísima” y –digamos– la Bomba Tucumana entró merecidamente en un cono de sombra. Ninguna respuesta me satisfizo; todas se ahogaban de superstición.
Me rindo. Creo que peor es prohibir al sapo Pepe en casa. Porque la prohibición crea el deseo. Es como con la segunda criatura verde más popular: el dólar. Desde que es prohibido pululan los mercados y opciones paralelos y empiezan a hacerme creer que lo necesito.

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