sábado, 28 de mayo de 2011
El Tigre cuento de : Huber Cracogna por Yayo Rossi
La mañana fresca dejaba que el sol secara lento el rocío y algo de la escarcha que se extendió hasta las 9 horas y media de ese día. El gran rancho mantenía aún sus puertas y ventanas cerradas; solo la humeante y precaria chimenea – gran caño perteneciente a viejas tuberías – lanzaban un densa humareda manchando el reluciente y frio cielo.
- ¿Dónde está el abuelo?, preguntó Dalmiro a su madre.
- Salió ayer y aún no volvió – respondió ella.
Los quehaceres de la casa la mantenía gran parte del tiempo ocupada, por lo que siempre respondía al niño con dejo de interés y aparente indiferencia. Ramona vivía con su padre poco después de la muerte de su madre. Su corta experiencia matrimonial y el cruel desamparo de su marido, la sedujo de la propuesta hecha por su padre, de volver a su casa paterna, donde, desde niña, se educó en las faenas domésticas y amó a su familia.
Dalmiro tenía 9 años y cursaba sus estudios primarios con mucho sacrificio, aunque aprender le resultara relativamente fácil, sin dedicar mucho tiempo a las tareas y tiempo a libros de textos. La casa de su abuelo, internada en el monte, lo obligaba a cabalgar varios kilómetros al día, para arribar a la única escuelita del paraje. Era siempre bienvenido por la maestra y sus compañeros; era un buen niño y el respeto que todos le prodigaban a su abuelo, facilitaba su buena relación con el resto de los alumnos y familias que vivían allí de toda la vida.
- ¿El abuelo no es de quedarse en ningún lado, pero algunas veces que sale, no vuelve en el día? – dijo el niño a modo de pregunta a su madre. La preocupación se advertía en su voz.
- Dalmiro, tu abuelo es grande y conoce el lugar como nadie. Se habrá quedado en la casa de algún amigo o en algún lugar por ahí – respondió Ramona, restando preocupación. - Una vez, de regreso y orillando el río se cansó y se quedó dormido en la costa. Te acordas? – preguntó.
- Sí, también ese día me extraño que no viniera mamá; lo hizo recién al otro día de haberse ido. Poco tiempo después de eso, el abuelo cayó muy enfermo. Estuvo en cama casi una semana con sudores y fiebre – agregó Dalmiro.
Hizo un breve silencio, como si quisiera decir algo incómodo:
- Ayer en la tardecita, seguramente antes de que saliera el abuelo, escuché rugir al Tigre; cada vez que ruge el Tigre, el abuelo sale y vuelve al otro día – aseguró con dejo de misterio, adivinando que su madre no respondería.
Ramona alzó una cubeta y salió en búsqueda de la bomba de agua a mano para cargarla. – Traeme los otros baldes para cargar más agua; necesito para lavar los platos y la mesa – sugirió su madre desde afuera agitando el macizo palo que accionaba el mecanismo de succión para extraer agua del profundo pozo.
- ¿No te preparas para ir a la escuela hoy? – preguntó con advertida preocupación.
- Mamá, hoy es sábado. No hay clase – reaccionó el niño sorprendido. – Estás distraída hoy; tal vez preocupada – aseveró inocente.
Ramona lo miró y esgrimió una leve sonrisa acusando en una mueca su aseveración. – Mamá tiene muchas cosas que hacer en la casa y a veces pierde la noción del tiempo y también del día que vivimos – aseveró casi en una broma.
A Dalmiro le gustaba el campo, los caballos y recorrer en su lomo extensa distancia en soledad. Siempre aguardaba sorpresas para lo que la naturaleza a su edad le deparaba. Así fue como sorprendía a muchos animales viéndolos por primera vez. En cada regreso, le contaba a su abuelo de las características del animal avistado y el abuelo le explicaba de qué especie se trataba, si podía acercarse o no, o en tal caso, si era peligroso enfrentarlo. Era extraño que el abuelo nunca lo previniera de un Tigre que furtivamente deambulaba por el campo y que él, muchas veces escuchó su rugir.
Sentados ambos en la mesa dispuesta para almorzar, en el umbral de la puerta apareció una figura alta, mal pertrecha, muy ajada, a punto de desvanecerse. Dalmiro saltó de la silla y fue a su encuentro. Era el abuelo que daba sus últimos pasos. Ramona se exaltó y tardó en socorrerlo. Finalmente entre ambos lograron sostenerlo y apoyarlo en una cilla que rodeaba a la mesa.
- ¡Abuelo!, ¿qué te pasó? - preguntón Dalmiro con su voz en un hilo y a punto de llorar. Su hija fue en busca de unos trapos húmedos de la cocina para refrescarle la cara. El abuelo no respondía. Sentado en la silla, intentaba respirar y sobreponerse de su lamentable estado.
- Dalmiro, ayudame; lo llevaremos a su dormitorio para que descanse en su cama – ordenó.
El niño presa de su desesperación e incomprensión, obedeció en silencio al menester ordenado por su madre. Luego vio que su abuelo se recuperaba, sin pronunciar palabra aún. Ya acostado en su cama, Dalmiro lo contempló preocupado y sin comprender.
– Dejalo solo Dalmiro, ya se recuperará. El abuelo necesita estar solo. Le haré un té y se pondrá mejor – sugirió su madre.
– para mañana volverá a estar como siempre – dijo en tono tranquilizador.
En la tarde, Dalmiro ensilló un caballo y decidió recorrer el campo, como lo hacía habitualmente, o en cada fin de semana. Luego de horas de trotar y galopar, la tarde se acercaba y volvió a casa para ayudar a su madre. Debió darles de comer a las gallinas, chanchos y encerrar bacas lecheras que poblaban la pequeña granja del abuelo. La recurrente faena, se debía terminar antes de que la tarde viera despedir los últimos rayos solares. La cena justificaba una luz de aceite para alumbrar el final de cada día. El abuelo parecía estar mejor. Dalmiro le ofreció un poco de leche aceptando, el abuelo, gusto ingerirla. La pesada, oscura y fría noche cerraba otra fajina sin demasiado que contar. Dalmiro y su madre, se durmieron profundamente abrigados en el seno de un rancho que no ofrecía demasiada seguridad.
De regreso en la fría mañana, hubo que preparar el desayuno y limpiar lo abandonado en la noche anterior. Los animales de la granja, como todas las mañanas, reclaman su ración de alimento. Cuando Dalmiro se levantó, Ramona volvía con las cubetas llenas de leches. Sus bacas rumiantes eran soltadas a un piquete cercano. El valido desesperado de terneros reclamaban, también hambrientos, los pezones de sus madres.
El abuelo se levantó más tarde que de costumbre. Puso una cilla petisa debajo de la larga galería y se dispuso a tomar mate amargo en absoluto silencio. Su mirada no permitía interrogantes. Parecía no estar allí. Gestos lentos y calculados llevaban una y otra vez la pava a volcar agua caliente al porongo y una bombilla corta, que solo lo utilizaba él. Parecía buscar respuestas donde no podía encontrarlas, a caso, resignado a su destino. Descubriendo, tal vez, las muecas que su tiempo y el vacío de horas por vivir aún, le deparaban, sin haberle propuesto algún trueque, ni advertido de su crueldad.
Dalmiro se acercó a él con cierta desconfianza y preocupación. Lo había dejado en su cama el día anterior no en el mejor de los estados y se alegró de verlo levantado esa mañana. Pero su figura y estampa era distinta a la que se acostumbró a ver en su corta vida. El abuelo, parecía distinto. Parecía sombrío e incómodo en su tiempo de vida.
- Mamá, el abuelo se levantó y está tomando mate en la galería – dijo con cierta alegría.
Ramona solo lo miró y asintió con la cabeza. Parecía no estar muy convencida de la salud recuperada de su padre.
– Dalmiro, corté pan casero, está en la mesa, llévaselo al abuelo por favor – sugirió.
Se lo acercó en un platillo de loza que buscó en un pequeño armario de la cocina. Se lo acercó a la mano y esperó que lo tomara. – Abuelo, se te ve bien hoy. Estas mejor. Ayer cuando regresaste me diste un susto que hasta ahora me late el corazón con fuerza – aseguró.
El abuelo estiró su mano, tomó la rodaja de pan y sonrió a Dalmiro mientras se llevaba a la boca logrando el primer bocado. Sus amplios y blancos bigotes, acompañaban con un gesto de aprobación la invitación, y a la vez, del rico sabor que ingería del pan casero, aún caliente.
- Gracias hijo – respondió con su voz ronca luego de saborear un espumeante amargo. Su distancia siguió turbando su mirada, enajenado en su abstracción aciaga.
- Recuerda siempre hijo, que te quise y te querré mucho. Me han pasado muchas cosas en mi vida, algunas buenas y otras tantas, no tan agradables. Tal vez no te dejo mucho para ti, solo el amor que les entregué a ti y a tu madre – dijo el abuelo cansado y mirando a los ojos de Dalmiro. - Toma esto, llévalo siempre contigo y nunca te apartes de ella – le indicó, mientras le entrega una cadena de oro de la que pendía una medallita reluciente cuyo relieve mostraba la imagen de la Virgen; parecía nueva. Dalmiro recordó que la había visto alguna vez guardaba en un pequeño cofre que nunca salió de la habitación del abuelo. Tomó la medallita en su mano, la miró y agradeció con lágrimas en sus ojos, sin saber por qué lloraba.
- ¡Abuelo! - exclamó consternado y se fundió en un interminable abrazo que su abuelo respondió con pesada y efusiva ternura.
- Mirá Mamá, el abuelo me regaló esto hoy cuando tomaba mate debajo de la galería. Me dijo que nunca me desprendiera de ella, que me cuidaría siempre – resaltó Dalmiro mientras enseñaba su regalo.
Ramona la miró con asombro, acaso, preocupada. Sonrió y sugirió que se la ponga colgando de su cuello. Dalmiro advirtió lágrimas en su cara. Ramona las disimuló alejándose en busca de un utensilio que suponía, estaba en el patio. Dalmiro, sin comprender, caminó por los corrales y se distrajo corriendo con los animales.
Luego de dos semanas parecía que las cosas volvieron a su normalidad y los misterios se acabaron para él: Ya no recibió más regalos de su abuelo, ni lo volvió a sorprender pensativo y tampoco descubría a su madre con lágrimas en su rostro intentando disimularla de cual quiera manera.
Volvía de la escuela como en cada tarde sobre el lomo de su manso caballo muñido de sus útiles y aperos. Llevó el caballo al corral para soltarlo y otra vez lo sorprendió ese rugido que tan cercano a su abuelo lo asociaba. Esta vez al Tigre se escuchó provocativo, arrogante y más cerca que nunca.
Dejó el caballo a medio apear y salió corriendo en busca de su abuelo. – ¡Mamá. Mamá! -, gritaba mientras corría detrás de una figura. – El abuelo se va y ya no volverá – gritó con su garganta sin aliento -
- ¡Me mataste muchas veces, te he dado muerte otras tantas! ¡Hoy, moriremos ambos! - sentenció su abuelo mientras se alejaba…
Huber Cracogna
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Excelente !!!
ResponderEliminarFelicitaciones Huber !!!!