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domingo, 8 de octubre de 2017

La inesperada rebelión de los argentinos, Por Jorge Fernández Díaz/La Nación


La inesperada rebelión de los argentinos

Por Jorge Fernández Díaz/La Nación
















El cambio es la única cosa inmutable de esta vida, pensaba Schopenhauer. Parece una boutade o el principio de un retruécano, pero expresa la gran verdad que sacude al planeta: hasta no hace mucho la política imitaba a la geografía; las culturas y las relaciones de los países del Norte y del Sur parecían tan estáticas como una cordillera, un valle o una llanura. Hoy las placas tectónicas se mueven, las rocas eternas se derrumban y el paisaje muta de manera sorprendente: Estados Unidos encarna el proteccionismo; Rusia, el nacionalismo imperial, y el Partido Comunista Chino, la globalización capitalista.

La Unión Europea es acechada por neopopulismos burdos y secesionismos inquietantes, y la Argentina marcha a contramano de casi todos ellos, tratando de construir precisamente aquello que muchos "vanguardistas" de España, Francia y Alemania consideran que ha entrado en crisis y debe ser descartado. El rocambolesco escenario sirve para que los kirchneristas castiguen ese rumbo y para que Alain Rouquié, pensador francés que se enamoró imprudentemente de su objeto de estudio, se pregunte si no será "la hora de los peronismos" para algunos países europeos. Vale la pena analizar un poco algunas de estas espinas y zonceras.

El marxismo-leninismo y sus subproductos regionales fueron el dispositivo político que durante décadas recogió la indignación, el inconformismo social y la oposición al "sistema", entendido éste como una democracia institucionalista en busca de un Estado de bienestar que la izquierda creyó siempre imposible o en todo caso decadente. No se trataba de una revolución delirante, sino de un proyecto muy serio: la Unión Soviética era una superpotencia y dominaba medio mundo; las otras formas del socialismo real, aunque a veces antagónicas, operaban de algún modo bajo esa sombra gigante y verosímil. La conquista de la prosperidad por parte de los europeos y sus imitadores y la implosión del proyecto soviético con la consecuente caída del Muro de Berlín pulverizaron esa bipolaridad y abrieron las puertas al trasnochado concepto del "fin de la historia". La historia nunca se acaba, y la pulsión antisistema, refundido el aparato que le daba cauce, buscó una nueva alternativa. El neopopulismo, revival de experiencias anacrónicas y peligrosas, hijo dilecto de la tara anticosmopolita y pariente atolondrado del fascismo, ocupó entonces ese lugar vacante aprovechando los inesperados estragos que la globalización total les iba provocando progresiva y paradójicamente a los países poderosos. Ernesto Laclau, gurú de Cristina Kirchner pero también sumo pontífice de las nuevas fuerzas populistas europeas, mamó su teoría de la larga peripecia peronista; provenía de la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos. Ninguno de los dos le hizo mucho caso a Albert Camus: "Amo demasiado a mi país como para ser nacionalista". Ni a Cela o a Pío Baroja: "El nacionalismo se cura viajando".

El neopopulismo, con los manuales de Laclau, fabrica divisionismos binarios, ataca en el Viejo Continente el republicanismo desde adentro, propugna en secreto al partido único (representación del pueblo y la patria), insinúa la necesidad de implantar una democracia hegemónica a la manera de Perón y denuncia a las "castas" (la dirigencia) y a sus amos corporativos, antes denominados la sinarquía internacional. Y por increíble que parezca, con tan pobre formulario y tan gastados clichés, logra encarnar "la rebelión".

La Argentina fue, como contrapartida, la cuna de aquel mismo movimiento que es visto hoy como el padre intelectual y fáctico de toda esta operación ideológica. Y que desde 1943 colonizó la lengua política, se apropió del Esta-do, cooptó a los sindicatos y a muchos otros sectores económicos, gobernó a derecha y a izquierda más que nadie y torció a su gusto el sentido común. Aquí el partido antisistema triunfó y se convirtió en el mismísimo sistema. La corporación peronista creó principados y barones, y volvió millonarios a muchos de sus jerarcas; se transformó así en el statu quo, y los resultados concretos, número a número, de su performance completa no dejan espacio para la duda: fabricó con profusión una decadencia pronunciada y una alta pobreza estructural. La novedad de las dos últimas elecciones radica tal vez en que un segmento importante de la sociedad parece levantarse hoy contra ese hegemonismo en el que nos habíamos acostumbrado a vivir, indignada por su secuela de corrupción e insatisfecha con su progreso. También se trata de "una rebelión", pero en sentido contrario a la europea: aquí hay, a su vez, "castas" que deben ser denunciadas y un cambio de régimen que debe ser consumado, pero los rebeldes disruptivos acusan a las oligarquías peronistas del poder permanente y reclaman ahora la instauración no ya de una "anomalía" (como se jacta Ricardo Forster) sino de un "país normal", el modelo clásico que llevó bonanza a las repúblicas más evolucionadas. En esta historia de dos orillas, conformismo y rebeldía son, según pueden apreciarse, realidades espejadas, es decir: equivalencias exactas, pero invertidas.

En estos términos deberían leerse algunas convulsiones que experimenta el mundo y, mientras tanto, el lento desmoronamiento en la Argentina de una urdimbre que parecía inmortal, formada por la divinización caudillista, el estatismo bobo y parasitario, las mafias enquistadas y una impotencia adolescente para jugar el juego de los adultos. La connivencia del peronismo bonaerense con el hampa policial y el negocio narco, y también con las diversas bandas que se refugian en el gremialismo, la Justicia, el fútbol, los punteros, los contratistas y el funcionariado, se combinó con la desidia gestionaria, la inseguridad, el atraso bananero y la tolerancia a la miseria crónica. Y produjo una verdadera rebelión que se cargó hace dos años a los patrones invictos de la cuadra y encumbró una perestroika impensable de final abierto. La Salada, el "Pata" Medina, y la extensa galería de personajes que protagonizan los escándalos y los juicios orales son ladrillos de ese otro Muro que se derrumba.

Primera lección para los europeos: el populismo se hace fuerte denunciando ampulosamente el latrocinio y las prerrogativas de los liberales, los socialcristianos y los socialdemócratas, pero cuando se consagra y se asienta, elude el control aplastando las instituciones, comete múltiples venalidades embozado en su enorme poder y se crea una batería de privilegios propios, que justifica con relativizaciones más o menos disimuladas de la "moral burguesa"; algo que en su último libro el filósofo Miguel Wiñazki califica como "la posmoralidad, o la indiferencia en torno a la ética".

Segunda lección: todo populismo también involuciona hacia su irresistible radicalización autoritaria. Se encuentra inscripto en su genoma el imperativo "revolucionario" de no reconocer los límites, por considerarlos trampas de la "derecha", y arrasar con todos los que pueda en nombre de la "emancipación nacional" y el "bienestar del pueblo". Su vocación, aunque a veces solapada, implica generar antagonismos sectoriales, malos de película, obras maestras de la posverdad y masa crítica suficiente como para gobernar en un permanente estado de excepción y de censura encubierta. Esta semana y a pesar de su perezosa desmentida, Axel Kicillof repitió el concepto que arde desde hace rato entre los ex estalinistas del peronismo: la información es un bien público y por ello la debería brindar sólo el Estado, porque es el único que puede publicar información objetiva. Cuando tuvieron los medios, lo que hicieron fue ofrendar esa "objetividad" al capricho personal de la presidenta de la Nación.

Cambiemos es el instrumento circunstancial que han elegido los rebeldes para combatir el sistema de estancamiento y sus filosofías despóticas. Macri tiene la fatal responsabilidad de no defraudar expectativas, y de demostrar que la democracia republicana será el verdugo de la desigualdad o no será nada. Porque como decía Roosevelt: "Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia".

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